Crash (junio 1973) fue un inmenso desafío, y escribirla se convirtió casi en un acto psicótico voluntario. En esos tiempos yo tenía tres niños pequeños y el destino podría haberme jugado una broma cruel.
Tal como sucedió, un par de semanas después de
terminar la novela estuve envuelto en mi único accidente de tráfico. Después de
que uno de los neumáticos delanteros reventara al comienzo del puente de Chiswick,
mi automóvil giró bruscamente y cruzó la isla central de la autopista. Destruí
una señal (más tarde envié un pago para su reemplazo y me fastidió descubrir
que había pagado por un modelo mucho más caro, con luces intermitentes), rodee marcha
atrás y continué circulando a lo largo de la mano contraria.
Por fortuna llevaba puesto el cinturón de
seguridad y no se vio involucrado ningún otro vehículo, pero algo estuvo cerca:
el combustible se estaba derramando del motor y el techo aplastado había
comprimido las puertas. Si hubiera muerto allí, no hay duda de que la gente hubiese
dicho que había cumplido la lógica de pesadilla que había esbozado en la
novela.
Pero en realidad prefiero pensar en Crash como
una fábula, una advertencia contra las perversas posibilidades que ofrece la
tecnología del Siglo Veinte a la imaginación humana. El cine y la televisión
están saturados con una violencia estilizada que toca nuestra imaginación pero
nunca lo hace con nuestras terminales nerviosas.
Gran parte de este imaginario violento está
tomado de la tecnología: el automóvil, la autopista, el aeropuerto, el hospital
moderno y los rascacielos. El choque de autos, en particular intercepta todos
los tipos de respuestas ambiguas, como descubrí cuando preparé una exhibición
de automóviles chocados en el Laboratorio de Artes Nuevas en 1970, poco después
de que comenzara a escribir la novela.
La exhibición era un experimento calculado,
diseñado para comprobar la hipótesis central de la novela de que hay una
fascinación reprimida detrás de nuestras actitudes convencionales hacia la
muerte y la violencia tecnológicas, una fascinación tan obsesiva que puede
contener una poderosa carga sexual. Los tres automóviles chocados estaban
exhibidos sin comentarios debajo de las luces neutrales de la galería, y en el
centro un Pontiac telescópico de la gran era de la aleta caudal.
Para probar los nervios de la audiencia previa,
contraté una chica en topless que iba a entrevistar a los invitados en un
circuito cerrado de TV. Originalmente había acordado aparecer completamente desnuda,
pero cuando vio los automóviles decidió que solo podía aparecer en topless, una
respuesta interesante en sí misma, pensé. Más tarde escribió una reseña
condenatoria de la exhibición para un periódico independiente.
Nunca había visto ni vi después que una fiesta
de presentación degenerara tan rápidamente en una pelea de borrachos. Los
automóviles fueron maltratados y atacados, así como lo fueron durante el largo
mes de la exhibición: los volcaron y rociaron con pintura blanca. Una
periodista del New Society, entonces un bastión del pensamiento bien
visto, se quedó tan trastornada por el espectáculo que se quedó muda por la
rabia.
Por todo esto, no es necesario decir, consideré
que tenía luz verde, y comencé a escribir Crash, la cual creo es mi
mejor novela, y la más original. Tengo que darles crédito a mis editores de
aquí (Gran Bretaña), de Europa y Estados Unidos, que yo no tuviera ningún
problema en publicarla, y ahora espero la película dirigida por David
Cronenberg.
Fragmento de “Smashing Day on the
Road” (The Independient, 19 de mayo de 1990), traducido por L. P.
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