Este curioso texto, a medias un relato
y a medias una reflexión sobre lo que muchos años más tarde se configuraría
como ciencia ficción, fue publicado por primera vez en el número 47 de la
revista Martín Fierro, aparecido en
Buenos Aires el 6 de febrero de 1905. Muy probablemente no hay sido reeditado
jamás. Ricardo Jaimes Freyre (1868-1933) fue un personaje muy particular. Hijo
del cónsul boliviano en Tacna (Perú), residió gran parte de su vida en Tucumán,
donde obtuvo la ciudadanía argentina, pero luego fue dos veces ministro en
Bolivia y varias veces embajador de la nación del Altiplano en destinos como
Estados Unidos o la Sociedad de las Naciones. Esencialmente poeta, fue uno de
los precursores del modernismo y fundó, junto a su amigo Rubén Darío, la Revista de América. Murió en Buenos
Aires.
¿Spencer? Pienso que sí. Es Herbert
Spencer[i] quien atribuye al miedo el
origen de las religiones; será necesario atribuirle también la idea de la vida
futura. La imaginación se apoya en el báculo de la esperanza para huir de la
nada espoleada por el miedo. Dentro de cien años… El déspota persa mirando su
ejército, millonario de soldados, lloraba al pensar que ninguno de esos hombres
existiría un siglo más tarde. La fe dice: el cuerpo perece, el alma sobrevive;
el materialismo dice: el alma desaparece con la vida, el cuerpo es inmortal.
Dentro
de cien años… Sócrates sabía que “dentro de cien años…” y que “hace cien años…”
son dos frases idénticas; pero mejor que el filósofo heleno puede la fantasía
probar esa identidad.
Los
castellanos de la corte del rey Francisco I, buscaban sus despachos en el
Plutarco del amable Amyot[ii]: —¿Qué haría en este
caso, el héroe Epaminondas[iii]?” “¿Cómo resolvería la
situación el justo Arístides?[iv]” Y querían remontar la
corriente de los siglos y vivir con su alma francesa, la vida griega y la vida
latina. Los poetas que han reconstruido el pasado no lo han sentido palpitar
bastante dentro de sus espíritus, y, sin embargo, era a ellos decir: ¿Cómo
maron, cómo sufrieron, cómo sucumbieron —hechos de arcilla y de dolor, como
nosotros— los héroes, los artistas, los grandes hombres, las muchedumbres
desconocidas de los tiempos muertos?
Pero
en esa galvanización de cadáveres, la imaginación siente que algo la ata a la
tierra, como a los globos cautivos. Ni el tiempo ni el espacio son suyos; a lo
lejos se dibuja la sonrisa burlona del arqueólogo.
En
cambio el porvenir le pertenece. Dentro de cien años, dentro de mil, dentro de
cinco mi años, habrá… todo lo que queráis.
Reformad
las cosas, los seres humanos y las sociedades. Reformad, sobre todo, los
sentimientos. Son bien pocos los sentimientos de que se ha despojado el hombre
en el torbellino de los siglos… Hace cinco mil años Abraham mentía para vivir
mejor y el rey de Egipto deseaba a la mujer de Abraham y el patriarca sentía
celos… Hace cinco mil años agonizaba Agar de dolor junto a su hijo moribundo,
mientras su rival triunfaba en el lecho y en el corazón. Pero dentro de cinco
mil años ¿no creéis que todo eso desaparecerá? Y cuando desaparezca lo que es hoy
carne de la carne y sangre de la sangre de los hombres ¿por qué subsistiría lo transitorio,
lo accidental? He ahí lo que la fantasía no puede admitir. Cuando os hable del
mundo futuro será necesario que lo cree nuevo y perfecto en seis días y que
repose el séptimo. Acordaos de las narraciones extraordinarias; de las de
Luciano, de su viaje a los astros —sucesor de los de Aristófanes y
precursor de los de Cyrano— de sus pueblos de lámparas, de su naturaleza
burlesca.
Y Luciano satirizaba,
nada más.
La muerte de París
Los fantasistas van más lejos. A veces, como los globos cautivos, también
tienen algo que los sujeta a la tierra; pero saben cortar lar amarras y
lanzarse al espacio. La ciencia sonríe esta vez, benévola. ¿Sabéis que en cinco
mil años pueden pasar muchos, prodigiosos sucesos?
No es ya Emile Souvestre[v] con sus boutades ni Bellamy[vi] con sus
sueños generosos; no son los sociólogos que creen, como Spencer, que el
porvenir nos reserva formas sociales absolutamente inesperadas. Son lo que
sobre un dato de la ciencia magan —la que pone una escala entre la tierra y el
cielo— levantan su castillo de fantasías.
Uno de ellos, Edmond
Haraucourt[vii], ha
recogido una afirmación de geólogo: París se hunde a razón de setenta y ocho
centímetros por siglo.
El 12 de julio del año
6983 de la era cristiana, sobre las olas del marque ocupan el sitio de la
antigua Ciudad-Luz, el miserable pescador de sardinas que vigila y custodia el
faro levantado en la cumbre de Montmartre, ve aproximarse el aerotram de
Oceanía.
El globo está tripulado
por una veintena de personas que visten con la elegancia seca, uniforme,
antipática que caracteriza la época y que permite apenas distinguir lossexos.
La mujer del pescador,
una parisiense que en sus soledades salvajes vive según la naturaleza,
contempla a los viajeros con curiosidad recelosa. Escondida, escucha. Comprende
a penas, aunque hablan su lengua, porque solo hay una lengua para todos los
habitantes de la tierra.
Los viajeros son un sabio
y sus discípulos. El sabio dicta una lección sobre los tiempos pasados: la
época en que París era una pequeña ciudad de dos a tres millones de habitantes,
que construían con piedras sus casas; era la edad de la piedra esculpida.
La pescadora hace
esfuerzos por reconocer entre los tripulantes del aerotram, a las mujeres y a
los hombres: todos tienen el pecho liso, el abdomen dilatado, las mejillas
imberbes, el cabello corto, la frente despejada; cubren sus ojos con cristales
incoloros o de color gris verdoso; ningún signo de coquetería revela el
instinto del sexo. La parisiense se compara con ellos y tiene vergüenza de su
vestido, de sus manos y de su cuello desnudos; de sus senos que levantan el
corpiño; de su figura primitiva, de su aspecto grotesco. Y cuando los viajeros
la descubren, huye casi arrastrándose para ser menos vista, entre las
exclamaciones de sorpresa de los recién llegados, que se la muestras los unos a
los otros, mientras la precipitación de la fuga hace caer sobre sus espaldas
una rídicula cascada de cabellos.
Y así será París dentro
de cinco mil años. París alegre, París radioso, París alma y corazón del mundo,
heredero de tres civilizaciones, ciudad luz, sol de Europa…
¡Bah! ¿Acaso es posible
que transcurran aún cincuenta siglos sobre este decrépito planeta?
[i] Spencer (1820-1903) fue un popular
naturalista y filósofo inglés que acuñó la expresión “supervivencia del más
apto”.
[ii] Jacques Amyot (1513-1593) fue un
catedrático y sacerdote francés de origen muy humilde que alcanzó un amplio
reconocimiento en su época.
[iii] Epaminóndas (418 a. C.-362 a. C.) fue
un general y político griego de gran influencia en su época.
[iv] Arístides (530 a. C.-468 a. C.) fue
un político griego de gran reconocimiento, elogiado por Platón y Heródoto.
[v] Émile Souvestre (1806-1854) fue un novelista francés, autor de la
distopía Le mond Tel Qu’il Sera
(1846).
[vi] Edward Bellamy (1850-1898) fue un
escritor socialista estadounidense, autor de la utopía Looking Backward (en español conocida como El año 2000), muy popular en su momento.
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