Esta entrevista poco conocida a Levrero, realizada por Carlos María Domínguez, fue publicada en la revista Crisis n° 60 (otoño 1988). Levrero tenía entonces 48 años y probablemente fue realizada durante el breve período en que residió en Buenos Aires. Entonces, todavía era un escritor reconocido en un reducido ámbito de lectores.
—Todo era muy evidente menos para mí. Hasta el año '66 en que cumplí 26 años. Después de una crisis personal muy profunda me fui a un balneario llamado Piriápolis en pleno invierno. Abandoné la librería de usados que tenía en Montevideo y me desligué completamente de lo que había sido mi vida hasta ese momento.
Después de
unos quince días de total vagabundeo comencé a escribir. Primero un poema,
luego un relato. Contaba con la protección de un pintor, Tola Inviernizzi, que
viéndome en crisis, sin preguntarme nada me invitaba a comer a su casa, a
participar de la vida familiar y a jugar con sus hijos. El relato trataba de
alguien que llegaba a un lugar y se ponía a acomodar cosas, que era lo que me
estaba pasando internamente. Este hombre me alentó a continuarlo y al ir
paseando por la rambla, por la playa, empecé a mirar hacia adentro y a
encontrar pistas de todo un mundo que estaba presente en esas pocas líneas que
había iniciado.
Entonces
me largué a escribir a un ritmo febril. No tenía un lenguaje desarrollado,
había palabras que no me venían a la mente, entonces ponía entre paréntesis la
descripción del objeto y luego buscaba en los diccionarios, preguntaba y
rellenaba esos agujeros. Todas las noches, cuando iba a cenar a la casa de
estos amigos, les llevaba lo que había escrito durante el día. Y así
salió La Ciudad.
Ese fragmento inicial se convirtió en una novela que yo no sospechaba que tenía
adentro.
—El público suele
creer que un escritor se dedica a la literatura porque tiene facilidad de
palabra, cuando en realidad lo que tiene con la palabra es una lucha, muchas
veces tortuosa.
—Claro.
Incluso hasta ese momento yo hablaba muy poco. Tenía una represión muy grande.
Cuando pude escribir empecé a hablar con más facilidad, y a comunicarme.
Después de escribir La
Ciudad fue como haber derribado un muro.
—Tengo
entendido que la escribiste en pocos días y la corregiste durante varios años.
—No me
acuerdo si en ocho o quince días, pero fue la vez que trabajé con más
dificultades, con más esfuerzo físico. Trabajaba desde las nueve de la mañana
hasta las diez de la noche. Estaba muy imbuido del paisaje que me rodeaba en
ese momento, Piriápolis, y un pueblito más chico y miserable llamado Pan de
Azúcar. Fueron unos meses muy intensos. Después de superada la crisis salí muy
fortalecido y con mucho interés en lo que estaba haciendo. Me pasé tres años
corrigiendo La Ciudad.
En realidad no estaba tan mal escrita como para necesitar un trabajo tan
obsesivo de corrección, pero me daba miedo darlo a conocer y por otra parte
estaba fascinado con el mecanismo creativo que acababa de descubrir. Escribí
mucho en el '66, en el '67.
—Y a
partir de ahí asumiste...
—No lo
asumí.
—En
aquella época, ¿de qué vivías?
—Mis medios
de vida han sido siempre circunstanciales, poco ortodoxos. Alquilaba un local
en el centro de Montevideo, donde tenía una librería de usados, y el
departamento que estaba arriba, en el mismo edificio. Llevaba una vida muy
frugal. Hubo un intento de desalojo y esa fue la clave de que pudiera escribir
durante casi veinte años. Al dueño se le antojó tirar abajo el edificio y
construir oficinas, entonces quiso desalojar a todo el mundo. Y empezaron a
pasar cosas, siempre que venía el desalojo era frenado por algo, falleció la
mujer del dueño, fue a sucesión, el alquiler fue quedando muy barato,
congelado, hasta convertirse en un suma absolutamente despreciable. Ahora
muchos de mis compañeros de trabajo se asombran cuando les digo que es la
primera vez que tengo una heladera eléctrica. Como entonces tenía tiempo a mi
disposición, salía a hacer las compras todos los días. Eso me permitió tener el
ocio necesario para poder escribir y hacer todo lo que quería, no sin pasar
angustias económicas de vez en cuando.
—Te
acercaste al periodismo.
—Aisladamente.
Hubo épocas en que viví del humor, sobre todo en una revista llamada Mishiadura, un poco heredera
de la vieja revista Peloduro,
que echó las bases de lo que es el humor uruguayo. Claro que en el '69, '70,
‘71, estábamos en un momento político muy distinto. Colaboraba en otra revista
llamada Maldoror,
pero que tiene una periodicidad loca: cada dos, tres años, sale un número. En
un concurso de Marcha presenté La Ciudad y obtuve una
mención. No llegaron a publicarla porque antes apareció Marcial Souto, que por
entonces hacía sus primeras armas en el mundo editorial, con el proyecto de
editar la novela en una colección que finalmente tuvo un pésimo destino: fue
reducida a pulpa de papel.
—¿Cuándo
comenzaste a interesarte por la parapsicología?
—Me
sucedieron cosas muy llamativas, de telepatía sobre todo, y luego tuve miles de
experiencias más de distinto calibre. Finalmente recurrí a un médico que me
supo explicar todo lo que me ocurría, descartando toda explicación
sobrenatural: me hizo leer libros, y eso me ayudó a que la fenomenología se
fuera reduciendo. Le fui prestando menos atención y empecé a vivir un poco más
tranquilo. Aquello se transforma fácilmente en un vicio. Uno trata de provocar
el fenómeno, y los fenómenos realmente auténticos son espontáneos. Al tratar de
provocarlos, uno obtiene unas imitaciones que no son exactamente
parapsicológicas. Uno se va volviendo cada vez más histérico y puede enloquecer
fácilmente si persiste en esa actitud.
—Contame a qué responde el seudónimo: Mario Levrero.
—Cuando
terminé de escribir La
Ciudad no estaba seguro de que la novela fuera mía. Había
nacido de una parte de mí que yo desconocía y no me animaba a firmarla con mi
nombre. No era exactamente mía pero tampoco totalmente ajena, así que opté por
mi segundo nombre y mi segundo apellido. No es estrictamente un seudónimo.
Además, yo no me asumía como escritor, y a veces la literatura se volvía una
actividad fastidiosa y secundaria que chocaba con mi necesidad de ganarme la
vida, de encararla de una manera más provechosa. El seudónimo ayudó a esa
especie de ocultamiento.
—¿Y por
qué toda tu obra la firmás como Mario Levrero y el folletín Nick Carter como
Varlotta?
—Nick Carter apareció como algo distinto. No lo vi en la misma línea que lo demás, no lo asimilaba al resto de la obra de Levrero, y en ese momento me parecía algo inferior. Mientras lo escribía pensé que no se lo podía mostrar a nadie. Estaba volcando mucha cosa psicoanalítica personal y fantasías de todo tipo, principalmente erótico. Intenté buscar otro seudónimo pero al final aquello fue una decisión de los editores. Me enteré de que estaba como Jorge Varlotta cuando salió el libro.
—Interesa
lo que decís de tu seudónimo porque tus libros parecen escritos desde una
conciencia que no discrimina límites entre el mundo interior y el exterior.
Este entramado, presente en casi todas tus historias, puede ser leído como
referente de la enajenación moderna y de la situación de un individuo que nunca
puede instalarse dentro de sí, que nunca es enteramente consciente de la multiplicidad
de cosas que pasan por él, como si estuviera arrojado de sí mismo.
—Bueno, en París se dice claramente de la
preocupación del protagonista por establecer límites entre lo que es el mundo
exterior y el interior, sin que pueda conseguirlo. Eso debe tener que ver con
mi carácter introvertido y con una forma muy especial de percepción. En realidad,
yo no llego directamente al objeto exterior sino a la sensación que ese objeto
me produce. Esto implica pasar por una serie de procesos interiores que
desconozco, para rescatar al objeto, para que aflore en la conciencia como una
real percepción. Hay una historia preexistente que debo descubrir poniéndome en
un estado de comunicación conmigo mismo. Dejar subir lo que hay dentro,
percepciones, vivencias, cosas que se fueron, que tal vez no fueron vividas en
su momento, ahí surgen ya elaboradas por el inconsciente, como en un sueño. Es
un mecanismo onírico el que está produciendo las imágenes continuamente. Fluyen
las palabras, pero al mismo tiempo hay un control consciente que hace que lo
que escribo no suene como el relato de un sueño. Es como si la conciencia
participara como vigía de un hecho misterioso. A veces discuto con
entrevistadores allegados a la ciencia ficción y termino defendiéndome como
“realista”. Mis historias no son fantásticas. Por lo general, en lo que escribo
no hay elementos sobrenaturales. Pasan cosas raras, muy poco frecuentes, o hay
elementos no reconocibles como objetos de la realidad, pero sí son reales los
mecanismos psicológicos, la simbología que está expresando, un mundo
espiritual, absolutamente real.
—Todo
esto está vinculado al modo en que introducís el erotismo en la trama dramática
de tus relatos. Enteramente libre del peso de la moralidad y aun de la
necesidad de transgredir la moralidad, el erotismo en tu obra forma parte de la
estructura dramática central.
—Probablemente
porque sea el eje central de mi vida, el interés vital más importante.
—Hablame
de eso. ¿Por qué?
—Me cuesta
mucho separar lo que sería el impulso religioso, metafísico, del impulso
erótico. Parten de un mismo centro y justamente son mis dos preocupaciones e
intereses constantes. A través de las experiencias parapsicológicas, las más
auténticas, y a través del erotismo y del sexo, he tenido esa percepción de una
mayor dimensión del ser, y es lo que necesito casi como el oxígeno. Necesito
aunque sea fugazmente esa trascendencia, ese sentirse más de lo que uno se
percibe habitualmente, más de lo que uno se permite o de lo que nos permiten
ser.
—Esta
idea del erotismo aparece en tu obra signada por un misticismo primitivo:
orgia, fusión con el otro, anulación de las diferencias, canibalización,
elementos que están en el origen del principio religioso. La búsqueda de
satisfacción del deseo sexual no resulta distinta de la lucha por la
comunicación, otra constante en tus libros, y sobre todo en la trilogía que
integran La Ciudad, El Lugar y París. Ambas búsquedas
parecen intentar el acceso a una experiencia de plenitud y de comunicación con
todo.
—Más que la
búsqueda de satisfacción, yo diría que el deseo es un puente, un tentáculo
dirigido no exactamente hacia el otro sino hacia lo más esencial del otro. Por
eso hablo del erotismo como de una experiencia trascendente. Para mí no es
tanto una cuestión de carne sino de espíritu. A través de los mecanismos
eróticos encuentro la posibilidad de llegar al alma de la otra persona, un
sitio al que se llega también a través del arte. Siempre lo sentí y viví así.
La comunicación y el sexo como una misma cosa. Por eso protesto cuando hablan
de pornografía en mis libros. Yo detesto la pornografía.
—Contame
cómo trabajás, cómo te planteás el trabajo literario.
—Para poder
trabajar para mí es indispensable el ocio, y cada vez me resulta más difícil
conseguirlo. Nunca tengo un plan previo sino que las imágenes se me imponen con
una continuidad obsesionante, y tengo que desarrollarlas para averiguar de qué
se trata. Claro, luego siempre surgen complicaciones. En los últimos años me
pasó con Desplazamientos.
La escribí de un tirón, linealmente, por entonces las repeticiones de escenas
no existían. Le faltaba peso, no me convencía. El primer título provisorio era
"La sombra". Luego se me ocurrió "Desplazamientos", pero se
trataba de los desplazamientos físicos. Estaba terminada y me sentía frustrado.
Estuve a punto de destruirla. Dejé pasar un tiempo, la volví a leer, y me di
cuenta de que cuando llegaba a un nudo, al pasaje de una secuencia a otra, el
protagonista podía haber elegido otra alternativa equivalente. Un poco por
pereza, por necesidad de seguir trabajando, había elegido una, pero no era
necesariamente la más correcta. Ninguna se imponía claramente sobre las otras.
Entonces se me ocurrió escribirlas todas, con la idea de ponerlas al final,
como un apéndice de la novela. Luego se me ocurrió intercambiarlas y vi que
funcionaba. La estructura de Desplazamientos
fue absolutamente obligada por una necesidad de verdad, de realidad.
—Tus
personajes, siempre traspasados por una realidad que se les impone. Parecen
inocentes sólo en la primera aproximación.
—Cantidad
de cosas que quedan marginadas de la conciencia, están sin embargo ahí, a su
alcance. La conciencia tiene pereza de tomarlas, de asumirlas, como si
prefiriera no verlas. Es en esa estrechez donde tal vez parecen inocentes los
personajes. En realidad no lo son. No se esfuerzan por hacerse cargo de las
situaciones. Eso a mí me pasa continuamente, al punto de que hace un par de
meses descubrí que estaba enamorado de una mujer a través de un sueño. Me lo
impuso el inconsciente. Era un sueño tan claro que tuve que rendirme a la
evidencia y empecé a examinar mis sentimientos.
—Tu
palabra siempre se presenta, en primera instancia, al servicio de la imagen.
—Y atrás de
la imagen todavía está otra cosa: el clima, que me parece lo fundamental.
Porque la imagen puede ser otra, igual que la palabra, pero lo que yo trato de
reproducir es el clima de lo que estoy viviendo en ese momento.
—Y eso
tiene que ver con la virtual organización argumental de algunos de tus relatos,
que aparecen potenciados metafóricamente con otros recursos, brindando
igualmente una sensación de completud.
—Contradiciendo
lo que alguna vez afirmó Ángel Rama, que decía que lo que yo escribía era
caprichoso, que terminaba mis cuentos cuando se me ocurría, siempre llega un
momento en que el punto final se me impone y ya no puedo agregar ni una palabra
más. Hay una estructura que tal vez Rama no supo descubrir, que a mí me parece
que está dando cuenta de un hecho completo, al que no le sobra ni le falla
nada. No lo puedo explicar, pero estoy convencido de que no existe ningún
capricho en la ficción.
—Las
influencias más decisivas provienen de la vida misma, pero también alguna que
otra de la lectura. Se te vincula con Kafka, Carroll, Felisberto Hemández.
—Lo de
Carroll y Kafka es rigurosamente cierto. Este último fue el disparador.
Leía El Castillo mientras
escribía La Ciudad,
y América sobre
todo me abrió la visión de un mundo que yo me prohibía a mí mismo. Las cosas no
eran como nos las habían enseñado, la realidad no coincide con los elementos
que uno tiene para percibirla. El mundo es más complejo, más terrible y carga
sutiles complicaciones, tantas como no habíamos imaginado. Él me dio permiso
para exteriorizar ese sufrimiento, para poder expresarlo. Luego me fui
apartando de sus cosas y desarrollé un camino personal. En cuanto a Felisberto
Hemández, confieso que recién lo comencé a leer cuando me vinculaban con él, y
por cierto que me pareció admirable. Coincido en eso de las influencias
literarias. Me resulta muy irritante y ajeno a la realidad ver cómo los
críticos se esfuerzan por establecer un mapa con alfileres, donde cada escritor
aparece pinchado en determinado lugar en relación con otros escritores, como si
un fabricante de queso tuviera que comer queso y ninguna otra cosa. Hay una
influencia de ciertos escritores, pero también de la música, la pintura, la
luna, el mar, las mujeres.
—¿Qué te
importa en la literatura?
—El
resultado. El resultado es lo único que importa. La intención es siempre
egoísta. Yo trato de librarme de un problema escribiendo. Pero si en alguna
medida, lo que escribo puede ayudar a alguien como me ayudó a mí, Kafka, por
ejemplo, creo que mi vida está más que justificada.
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