De
lo real maravilloso, un
ensayo del escritor cubano Alejo Carpentier (1904-1980) publicado inicialmente
como prólogo de la primera edición de El
reino de este mundo (1949) y completado en el año 1967 como parte de Tientos y diferencias, libro publicado
en Montevideo, ilumina aspectos de la literatura fantástica que interpelan en
forma asombrosamente actual el devenir de la producción contemporánea de
ciencia ficción.
El hurgar en
bateas de libros usados, escudriñar en soñolientas bibliotecas de barrio, o
husmear estanterías de parientes fallecidos, si bien parece el decálogo del
perfecto depresivo, suele deparar gratas sorpresas. Para expresarlo en español
clásico: garpa.
Como prólogo al
sorprendente El reino de este mundo,
novela primeriza del escritor cubano nacido en Suiza Alejo Carpentier,
publicada en 1949, hay un texto que más bien es una declaración de principios
literarios que mantiene hoy día una actualidad sorprendente. Nótese que la
novela trata sobre la realidad de Haití, único país caribeño donde el Vudú, en
sus versiones más radicalizadas y esotéricas, era practicado por la mayoría de
la población, aún más que en Cuba o que en Nueva Orleans. Quizá, el hecho que
Haití haya sido una isla física e idiomática (el creol, mezcla de siete
dialectos africanos más francés y español, solo se hablaba allí) ayudó a teñir
de secretismo la realidad haitiana. Entre otros portentos, se narra en la
novela que un dictador mulato, Henri Christophe, tenía “ejércitos de muertos
vivos”. Sí señores, los hoy ya archirreconocibles zombies, contextualizados en
las creencias esotéricas africanas que les dieron su forma original. Antes del
realismo mágico de García Márquez, antes del surrealismo de Cortázar, antes de
Castaneda, cuando el Che Guevara era un ignoto rugbier porteño, antes de que
las experiencias lisérgicas de Kerouac, Beatles y cía. cambiaran para siempre
el modo de acercarse a lo fantástico en Occidente, cuando Sartre hacía piruetas
dialécticas para despegarse apenas unos milímetros del dogmatismo férreo del
Komitern soviético y Hemingway buscaba lo fantástico en las corridas de toros
de España, Carpentier prologaba su primera novela en estos términos:
“Después de sentir el nada mentido sortilegio
de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos
rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me
vi llevado a acercar la maravillosa realidad recién vivida a la agotante
pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas
europeas de estos últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de los
viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la mesa redonda,
del encantador Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente
sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria. Lo
maravilloso, obtenido con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que
para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro
fortuito del paraguas y la máquina de coser, los caracoles en el taxi pluvioso,
la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas.
O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el
supermacho de Jarry, el monje de Leis, la utilería escalofriante de la novela
negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas
sobre la puerta de un castillo.
Carpentier con Cortázar |
Pero, a fuerza de
querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen
burócratas. Invocando por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas
pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de
costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o
langosta o máquina de coser o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el
interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse los códigos de
memoria. Y hoy existen códigos de lo fantástico, basados en el principio de
un burro devorado por un higo, propuestos por los Cantos de Maldoror como suprema inversión de la realidad (…)”
Stop. Luego de
atravesar semejante andanada de fuego a discreción, es necesario detenerse a
respirar un poco. En veinte líneas, el primerizo Carpentier se carga la novela
negra inglesa, el surrealismo francés, destroza explícitamente a la vaca
sagrada Dalí y embate contra el neo-medioevalismo sajón de rasgos inequívocos aún hoy día en la serie
Harry Potter. No escatima conceptos denigrantes, entre los que sobresale
“burócratas”, o sea: sale con los tapones de punta, y repite la palabra
“maravilloso” siete veces, si no contamos la palabra “fantástico”. Pero a mí me
emociona cómo inicia esta diatriba: “Después
de sentir el nada mentido sortilegio
de las tierras de Haití…”. Sentir. Carpentier no vio, ni estudió, ni
investigó. Carpentier sintió. ¿Con
qué siente un escritor? ¿Con los
ojos, con el olfato, con la mente, o con todo su ser, con todo lo que es, fue y
será? El acertadísimo uso de ese verbo, da sustancia y justifica lo que sigue a
continuación:
“Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar la
selva de la isla de la Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus
plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del
asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en
blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wilfredo Lam, quien nos
enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada creación de formas
de nuestra naturaleza ―con todas sus metamorfosis y simbiosis―, en cuadros
monumentales de una expresión única en la pintura contemporánea”
Carpentier sale
al ruedo, como quien no quiere la cosa tilda de “impotentes” a los artistas
europeos, baja la cornamenta, embate y clava su estocada mortal:
“Pero es que muchos se olvidan, con
disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de
manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el
milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación
inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la
realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad,
percibidas con particular intensidad en virtud de una ‘exaltación del espíritu’
que lo conduce a un modo de estado límite. Para empezar, la sensación de lo
maravilloso presupone una fe”.
Acá la palabra
“realidad” se repite cinco veces en siete líneas, en mezcla explosiva con los
conceptos de milagro, exaltación del espíritu, estado límite, y fe. Casi
casi conceptos más místicos que literarios. Si nos concentramos sólo en este
párrafo, ¿no podría haber estado suscripto por Philip Dick? ¿Qué otra cosa es
la buena ciencia ficción que lo planteado en este párrafo? ¿Algún decálogo de
escritor de género definió con tanta justeza la delicada imbricación entre lo
real y lo fantástico? (piénsese en el espantoso decálogo “Yo creo” de Ballard,
una larga sarta de lugares comunes). Leyendo este párrafo, ¿no se ajusta de
manera maravillosa a lo mejor de Bioy, Ray Bradbury, Orwell? A continuación
Carpentier ejemplifica con contundencia:
“Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de
Rutilio en Los
trabajos de Persiles y Segismunda, porque
en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina. Marco
Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre las garras, y
Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo,
tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en
aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el
fantasma de Leopoldina”
Y ahora,
señores, la frutilla del postre:
“A van Gogh le
bastaba tener fe en el girasol para fijar su revelación en una tela”
¿Tener fe en el
girasol? ¿De qué diablos habla, cómo se puede tener fe en una cosa? Ahora bien, luego de vibrar junto
a los colores del infinito campo de girasoles de Van Gogh, ¿qué buscaba Van
Gogh con sus girasoles? ¿asestar un efecto estético? ¿o él mismo había logrado
fundirse a los girasoles?
“De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento
―como lo hicieron los surrealistas durante tantos años― nunca fue sino una
artimaña literaria, tan aburrrida al prolongarse, como cierta literatura
onírica ‘arreglada’, ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de
vuelta”
Arreglada… ¿o sea que se puede arreglar el efecto literario como
una pelea amañada de boxeo, donde fuera del cuadrilátero se decide qué boxeador
cae y en qué round? ¿Y qué otra cosa es la literatura donde el autor cede de
buen grado a la tentación de los golpes de efecto, preferentemente bajos? Un
poco de ecología, otro de feminismo, algo de sexualidades diversas, se mezcla
en la salsa de la corrección política mechada de Hi-Tec e voilá: la mesa está servida.
“Hay escasa defensa para poetas y artistas que loan el
sadismo sin practicarlo, admiran al supermacho por impotencia, invocan
espectros sin creer que responden a los ensalmos y fundan sociedades secretas,
sectas literarias, grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos
fines, sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más
mezquinos hábitos para jugarse el alma
sobre la temible carta de una fe”.
Jugarse el alma
sobre la temible carta de una fe… coño. El que no sale corriendo a escribir una
novela luego de leer esa frase es que tiene la sangre de horchata. “Sectas
literarias”… ¿You talkin’ to me?
“Esto se me hizo particularmente evidente durante mi
permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos
llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres
ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a
punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución.
Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había
estado en la Ciudadela de La Ferrière, obra sin antecedentes arquitectónicos,
únicamente anunciada por las Prisiones Imaginarias de Piranesi. Había respirado
la atmósfera creada por Henri Christophe, monarca de increíbles empeños, mucho
más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas,
muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo
real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de los
real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de América
entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un
recuento de cosmogonías”.
Año 1949 y año
2016: han pasado… ¡67 años!, y establecer el recuento de cosmogonías americanas
es una tarea pendiente. En Bolivia, Ecuador y Perú recién ahora han surgido los
primeros Estados bilingües, mientras que en esta parte del continente, la
palabra “bilingüe” aún remite a la capacidad de expresarse en inglés…
“Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las
vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del continente y
dejaron apellidos aún llevados, desde los buscadores de la fuente de la eterna
juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera
hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan
mitológica raza como la coronela Juana Azurduy.
“Hay un momento en el sexto canto de Maldoror, en que el
héroe, perseguido por toda la policía del mundo, escapa adoptando el aspecto de
animales diversos y haciendo uso de su don de transportarse instantáneamente a
Pekín, Madrid o San Petersburgo. Esto es Literatura
Maravillosa en pleno. Pero en América, donde no se había escrito nada
semejante, existió un Mackandal dotado de los mismos poderes por la fe de sus
contemporáneos, y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más
dramáticas y extrañas de la historia. De Maldoror, sólo quedó una escuela
literaria de vida efímera. De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado
toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, que aún se cantan en las
ceremonias del Vudú.”
© 2016 Juan Simeran
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