En las
publicaciones argentinas del siglo XIX hay numerosos relatos de
ciencia-ficción. “La ciudad del siglo XXX” fue publicado en la colección de
cuentos Locuras humanas, aparecida en
Buenos Aires en 1886. Su autor era el periodista español Justo S. López de
Gomara (Madrid, 1859-Buenos Aires, 1923), quien residió en Argentina desde 1880
hasta su muerte. El relato narra en su primera parte cómo nuestro país se
convirtió en potencia para el Centenario, y algunas cosas curiosas que
sucedieron después. Las ilustraciones son originales, realizadas por Hermoso.
I
Estamos en
el año de gracia de 1920.
No se crea que esto de llamarle año
de gracia sea una reminiscencia del siglo XIX. No: es más bien una
reivindicación.
Entonces se llamaba así a muchos
años que no han dejado en la Historia sino recuerdos infaustos, y a este año
feliz de 1920 debe llamársele de gracia, por estricta justicia.
El país que mejor representa los
progresos y el desarrollo a que la humanidad ha llegado, es la antigua
República Argentina, de la que se envanece el siglo, de la misma manera que se
envaneció el pasado con los Estados Unidos de Norte-América.
He dicho la antigua República
Argentina, porque bajo el punto de vista político-social se ha verificado tal
cambio, que no la reconocen los que recuerdan su estado allá por 1886.
Después de sus cambios
presidenciales tempestuosos, que la sumían en honda crisis comercial y
económica cada seis años, sucedió al fin, por extraño fenómeno o por soberano
designio de la Providencia, que vino a triunfar un candidato combatido por los
elementos oficiales con todos los medios lícitos e ilícitos a su alcance.
Subido al poder por la verdadera voluntad del país, gobernó con tal actividad y
provechosa iniciativa, prescindiendo de la mezquina administración de familia,
que en el primer año pasó la inmigración de un millón de individuos, aumentado
en los sucesivos en progresión geométrica.
Consigno estos ligeros apuntes
históricos, para los pocos que en el mundo no conozcan el desarrollo
maravilloso de este organismo social.
El caso es que, como debo ser
imparcial, forzoso me es declarar que el presidente en cuestión no dejó de
enriquecerse por eso; pero lo entendió mejor que sus antecesores. Haciendo una
fortuna colosal, mayor que la de todos ellos, enriqueció a la vez al país y a
cuantos lo habitaban, hasta tal punto que no hubo quien no lo diera por bien
empleado y merecido.
Este hecho dejó establecido como
axioma, que aun para favorecer los intereses personales de los que mandan, no
hay cosa mejor que la actividad y la franca entrada en el rápido progreso,
dejando a todos abiertas sus puertas; ni peor que el estrecho egoísmo, que todo
lo reduce, atrasa y acapara.
Ya antes de expirar el último siglo
habíamos oscurecido a los famosos Estados Unidos del Norte, y contaba la
República Argentina con cerca de cuarenta millones de habitantes, que aun eran
poco menos que un grano de anís para su inmenso territorio.
Las minas de oro y plata, cuya
explotación se hizo facilísima en cuanto el presidente citado multiplicó como
por magia las comunicaciones; el incalculable número de fábricas que ocupan millones
de brazos, inundando con sus productos sin rival el mundo entero; las
industrias de todas clases establecidas por todas partes, no fueron lo único
que contribuyera a lanzar al país en tan vertiginoso desenvolvimiento, ni a
atraer a su seno tan considerable inmigración. El más poderoso resorte que se
tocó al efecto, fueron las sabias leyes que se dictaron, por las que,
prescindiendo de ridículos celos y temores, se concedieron derechos de
ciudadanos sin humillaciones denigrantes, a todo el que de buena fe quiso dar
al país el fruto de su actividad e inteligencia. Y aunque después de esto, aun
por veces se enconó de nuevo la vieja llaga de las revoluciones, fueron bien
diversas que hace un cuarto de siglo; pues obedeció una de ellas a querer el
pueblo elegir para presidente a un pariente del que dejaba de serlo, y
empeñarse éste en que no había de ser así por no creerlo moral, digno ni
conveniente para las instituciones democráticas, hasta el punto que hubieron de
venir a las manos, el pueblo por satisfacer sus deseos y el presidente por
impedir el entronizamiento de su propia familia. Murió en la lucha el
presidente, al frente de sus soldados, y se le hicieron solemnes honras, como
digno ciudadano.
Después, aparte de la gran
revolución moral con que se despidió el siglo XIX, derrumbando todas las
antiguas preocupaciones y filosofías, que como es natural encontró en el país
uno de los suelos más feraces para sus semillas, no ha habido más excesos que
lamentar que la revolución territorial
que, respondiendo a una necesidad imprescindible y absoluta de la población que
se había aglomerado, puso fin al antiguo obstáculo de que una sola mano
reuniera la propiedad de inmensas zonas de terreno. Hubo resistencia y lucha de
parte de los propietarios, convertidos en señores feudales; pero le puso fin la
muerte de cuatro o cinco recalcitrantes, y, encontrando sobrada compensación lo
que a buenas o a malas se sometieron a la ley del progreso y de la época, todo
volvió a quedar en paz dentro de la nueva organización de la propiedad.
La división en los múltiples Estados
que componen hoy la Confederación del Plata, vino por sus pasos contados y por
la lógica de los acontecimientos.
La población acudía espontáneamente
a los lugares más a propósito para establecerse, colocando el plante de las que
hoy son magníficas ciudades, bien a orillas de algunos grandes ríos, todos ya
canalizados, o próximo a los grandes veneros descubiertos a la naturaleza.
Así se han formado con asombrosa
rapidez, siguiendo el ejemplo que dio La Plata, residencias espléndidas en que
se acumulan increíbles maravillas, creadas por el genio del hombre para su
comodidad y satisfacción de sus necesidades.
En este estado, era imposible que
pudiera subsistir la centralización monstruosa a que equivalía la gran
extensión de las antiguas provincias, una vez debidamente pobladas, con una
sola capital, y vino la subdivisión consiguiente, que produjo en los primeros
momentos disgustos y temores entre los pusilánimes y rutinarios; pero que no
tardó en dejar ver hasta qué punto era conveniente para la rapidez de su
progreso.
No tengo para qué, ni es mi objeto,
escribir la geografía de la Confederación Argentina, que hoy conocen hasta los
sabios de Europa, tan ignorantes de ella en el otro siglo; por lo que diré tan
sólo que hoy la componen cincuenta Estados, gobernados cada uno como mejor le
parece, los cuales mandan sus representantes al Parlamento que representa la
Nación, y que es el que gobierna, eligiendo anualmente su presidente y
ministros, que son sólo sus mandatarios, limitándose a hacer lo que se les
ordena.
Se evita así el entronizamiento de
personalidad alguna y la ambición del puesto; y en cuanto a la objeción que
pusieron los reaccionarios de que en un año no podía un presidente darse
siquiera cuenta de su posición, se les respondió triunfalmente recordándoles
que él no era quien había de gobernar, sino ser simplemente el brazo del
Parlamento, el que, por los hombres honrados, ilustrados y prácticos que lo
componían, sabría escoger, en todos los casos, lo más conveniente para el país.
Así ha sido en efecto, hasta el punto de que no hay en él mayorías ni minorías
regimentadas, sino que éstas se forman espontáneamente, cuando llega el momento
de votar, haciéndolo cada cual con arreglo a su criterio absolutamente
independiente.
La última cuestión ruidosa que se ha
tratado fue la propuesta de unos ciudadanos pidiendo el privilegio exclusivo
para el establecimiento de una línea directa y regular de globos entre la
Confederación y Europa, y después de larga discusión, la propuesta no obtuvo
más voto que el del señor presidente, decidiendo el Parlamento que no debía
concederse privilegio alguno de esta naturaleza, porque ya en el siglo pasado
se decía “Tan libre como el aire”, y no sería lógico que fuésemos más atrasados
que entonces.
Los representantes se eligen por el
verdadero sufragio popular, pues como cada uno de los Estados tiene, con pocas
variantes, la misma organización que el Gobierno nacional, no hay quien pueda
ejercer coacciones e imposiciones que, además, serían imposibles por no
tolerarlas los ciudadanos, celosos de sus derechos, hoy que comprenden que está
en su respeto el secreto de la prosperidad común.
Dicho si está que aquella vieja
práctica de las aduanas y fronteras está relegada al catálogo de las
aberraciones humanas, y que no comprendemos cómo nuestros padres pusieron a su
propio progreso tan grave obstáculo, y que, a fuerza de ser interesados y
ansiosos de recursos, ellos mismos se limitasen unos y otros con tan erróneo
criterio.
Pero no debía haberme extendido
tanto en relatar a la ligera lo que no hay quien ignore desde que todo
ciudadano sabe leer y escribir. Mi objeto no fue sino presentar el escenario en
que ha tenido lugar un suceso tan extraño como ignorado y que por casualidad me
encuentro en situación de revelar al público.
Vamos al asunto.
II
unque la
ciudad de Equis, situada en uno de los Estados del Sur, era de esas formadas a
la imprevista y casi toda de madera, cada día se introducía en ella un nuevo
adelanto, como si allí se hubieran reunido los hombres de mayor actividad e
ingenio.
Ya era una ciudad encantada en que
los más poderosos y terribles elementos de la naturaleza habían sido
convertidos en dóciles sirvientes del hombre, por lo que ningún forastero
entraba en ella sin cierto respetuoso terror, que poco a poco desaparecía con la
costumbre. Por su manera extraña de vivir y su familiaridad con el dominio de
la naturaleza por medio de la ciencia, aquellas gentes parecían pertenecer a
otra raza superior.
Sin embargo, en sus progresos en
cuanto constituye la ciencia urbana, habían tropezado, además de la carencia de
materiales sólidos para la edificación, con un obstáculo que no era otro que
ellos mismos, es decir, sus cuerpos cuando la vida concluía. ¿Qué harían de los
cadáveres? Éste era el problema que preocupaba a los habitantes de Equis.
Mas no era posible que quedase mucho
tiempo sin resolución, y, al fin, un industrial descubrió la manera de desechar
los cementerios, ideando algo que apresuraba la descomposición de los
cadáveres, convirtiéndolos en útiles en vez de perjudiciales que eran antes, y
zanjando de un golpe los dos inconvenientes únicos que habían encontrado los
equiscenses.
La idea fue recibida con gran
entusiasmo, como todo progreso en aquella ciudad.
Consistía en establecer una
fabricación múltiple y no sin complicaciones, en que la materia prima eran los
cadáveres.
El cuerpo humano no es, como sabe
cualquiera, sino un conjunto de oxígeno, cal, amoníaco, sosa, potasa, fósforo,
magnesia, hierro y otros cuerpos químicos en estado de sales, cloruros,
clorhidratos, sulfatos, carbonatos, fosfatos, etc.
La materia humana no puede ser,
pues, más rica en sustancias perfectamente utilizables para mil usos del
comercio, con la sola condición de someterla a sabias combinaciones que
permitan obtenerlas en un estado conveniente.
Esto es lo que había descubierto el
industrial de Equis por medio de procedimientos que siento no poder revelar,
porque, como se verá en el curso de esta historia, se llevó su secreto y
cuantos pudieran conocerlo.
Es el hecho que llegó a perfeccionar
tanto su sistema y era tal la cantidad de cadáveres que recibía de todo el
Estado, que no tardó en llenar inmensos depósitos de muchos artículos útiles e
indispensables.
La ciudad que, como hemos dicho,
había sido hasta entonces casi toda de madera, empezó a construirse con
aquellos materiales que podríamos llamar humanos: ladrillos de hombre, cal de
esqueletos, etc., supliendo lo que faltaba en el cuerpo humano con inteligentes
combinaciones que daban el resultado apetecido, y era tal la baratura con que
podían venderse aquellos originales artículos que no había quien no los
empleara.
Nuevas aplicaciones iba encontrando
paso a paso aquella atrevida industria; como si el cuerpo humano, en que la
naturaleza ha reunido todas sus maravillas, quisiera probar la inmensa riqueza
que encierra en las entrañas y la difícil fórmula que en él ha concentrado el
Gran Químico.
El aprovechamiento, digámoslo así,
de los cadáveres, llegó a proporcionar hasta baratísimo gas de alumbrado; pues
fue operación fácil dar dirección, distribuir y acondicionar, en cuanto a
combustión y claridad, los que escapaban de los cuerpos al hacer separación y
extracción de sus elementos.
Indudablemente, si cualquier hijo de
siglos anteriores, incluso del XIX, hubiera penetrado en aquellos talleres y
laboratorios en que la muerte se convertía en vida; en que se evitaba todo el
peligro producido por los antihigiénicos almacenamientos de cuerpos en
corrupción, acelerando la obra natural de la descomposición y dándole un fin
útil, a fuerza de ser grande y sublime el espectáculo, no lo habría
comprendido, encontrándolo infernal, horrible, repugnante y altamente inmoral.
Sin embargo, aquello era conmovedor
y grandioso.
Nunca la humanidad se acercó tanto a
la Divinidad en la concepción de sus ideas, ni en la realización de sus obras.
¡Qué elevadas esferas no abre al vigoroso vuelo de la inteligencia humana, si
se medita un poco profundamente, el descubrimiento de la ciudad de Equis!...
Puesto que la separación del alma y
del cuerpo es hasta hoy una solución inevitable, y creo lo sea eternamente para
bien de nosotros mismos, pues sin morir nada seríamos, ni ningún mérito y valor
tendría nuestra vida, nada más hermoso y moral, desde que se acepte, con la
resignación de un hombre digno, el destino de su propia condición, que el
procedimiento empleado en la ciudad de que nos ocupamos.
Era aquello la muerte cobijando la
vida, las familias viviendo en el seno de sus miembros difuntos, cuyos
cadáveres entregaban, recibiendo aquella materia convertida en materiales
útiles. Los muertos, en fin, formaban el hogar de los vivos. ¡Qué mejor manera
de realizar las aspiraciones de los unos y de los otros oyendo la voz de sus
afectos! ¡Qué mejor fórmula para representar la unión estrecha de las
sociedades y la obligación de mutua utilidad que todos traemos a su seno!
Aquello era realmente grandioso y
había ejercido también gran influencia y progreso moral en los habitantes de
Equis… Se habían formado una manera de ser especial; comprendían sus fines con
mayor elevación, abnegación y desinterés; trabajaban con mayor afán y
afrontaban los peligros con mayor heroísmo, viviendo, en fin, satisfechos como
quien tiene seguro que su vida no será perdida, y sí siempre útil a su patria y
a su familia, aún después de la muerte.
¡La muerte! Allí su temor no era
traba ni obstáculo para la actividad humana, en ninguna de sus manifestaciones
útiles; y las gentes, en vez de decir con el temblor y la tristeza del siglo
pasado: “Cuando yo me muera”, exclamaban sencillamente: “Cuando yo os dé luz”,
“Cuando mi cuerpo os alumbre”, frases que, por sí solas, dejan comprender la
diferente apreciación del suceso, la opuesta situación de los espíritus.
¡Y aquello sí que era la patria!
¡aquello sí que era el verdadero hogar! Porque no lo componían piedras frías,
ni barros amasados que pueden encontrarse en cualquier parte, se abandonan sin
cariño y se sustituyen sin reparo. ¡No! Aquellas casas eran los cuerpos de los
seres queridos, unidos en uno solo y formando realmente el templo sagrado del
amor y de la familia. Acercándose a aquellos muros se sentía el calor de la
circulación y las caricias de la carne.
Mas por la osadía de sus
apreciaciones y concepciones, por la altura moral a que se elevaba el hombre,
se acercaba a Dios demasiado.
Esto no podía durar.
Los vivos vivían satisfechos y
regenerados; pero los muertos, que no se habían dado cuenta de su
transformación, se fueron poco a poco serenando y formando idea de lo que les
pasaba.
Así, un día sucedió en Equis algo
extraordinario: las casas empezaron a moverse, las rejas a hervir y agitarse
como sangre que circula; y como el temor común reuniera a todos los vecinos en
la plaza pública, donde se elevaba un soberbio monumento costeado por la
municipalidad y hecho con los cuerpos de los ciudadanos beneméritos, se escuchó
la voz de estos, de manera que se oía clara y distinta la de cada uno de ellos,
con su timbre especial, a pesar de no formar más que una sola que decía: “No
temáis, compatricios. Habéis fundado una gran ciudad resolviendo un problema
trascendental, cuya resolución no estaba asignada a este siglo en las leyes del
progreso humano. Dios no quiere que se trastornen esas leyes, y como castigo a
vuestra osadía, a la vez que como recompensa a vuestro genio, labor e
iniciativa, todos nosotros nos hemos animado y os arrastramos por el espacio,
donde permaneceréis perdidos durante diez siglos. Cuando se cumplan,
descenderemos de nuevo al planeta, para ocupar el mismo lugar de que os hemos
arrancado y ser la ciudad modelo del trigésimo siglo.
:::
No sé qué
impresión produciría en los vivos este discurso ni qué contestarían, porque ya
andaban por el vacío cuando debieron haberlo manifestado; pero es de suponer
que continuarán satisfechos y contentos por esos mundos, y que para ser
dignamente la ciudad modelo del siglo XXX, plantearán aún nuevos y más
sorprendentes progresos.
Lo cierto es que en el Estado del
Sur y en el lugar donde estaba la ciudad de Equis, hay ahora un gran
hundimiento en el terreno, que deja ver bien claro que de allí se arrancado de
raíz todo un pueblo, y que en balde se ha procurado rellenar.
Para el año 3000, allí podrá
encontrarse la maravilla de que he dado ligerísima idea.
Si alguno no lo cree, espérese hasta
entonces para desmentirme.
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