Eric Steven Raymond
(Boston, 1957) es reconocido como historiador de la cultura hacker y como uno
de los líderes del movimiento open source.
Es autor de varios libros sobre estos temas, entre ellos Una breve historia de los hackers (1992) y La catedral y el bazar (1997). De opiniones polémicas, defensor de
la libre portación de armas, Raymond se define a sí mismo como neopagano y
anarcocapitalista. Ha manifestado numerosas veces su interés por la ciencia
ficción, conocimiento que demuestra en este polémico artículo.
La
historia de la ciencia-ficción moderna es la de cinco intentos de revolución:
uno exitoso y cuatro fallidos pero enriquecedores. Voy a ofrecerles una visión
de estos intentos desde un ángulo inusual, el político. Ésta resulta ser una
perspectiva útil porque una parte más importante de la historia de la
ciencia-ficción de lo que se podría esperar está entrelazada con cuestiones
políticas, y la ciencia-ficción tuvo un rol fundamental al dar nacimiento a, por
lo menos, una ideología política definida que está viva y hoy es relevante.
La primera y la más grande de las
revoluciones salió de las mentes de John Wood Campbell y Robert Heinlein, el
director literario y el autor que inventaron la ciencia-ficción moderna. El año
fundamental es 1938, cuando John Campbell se hizo cargo de la dirección de Astounding Science Fiction.
Publicó el primer cuento de Heinlein algo más de un año después.
La ciencia-ficción pre-campbelliana
había bullido en las revistas norteamericanas de pulpa de las décadas de 1910 y
1920, inspirada en pioneros como Julio Verne y H. G. Wells, y promovida por el
infatigable Hugo Gernsback (quien puede reivindicar mejor que nadie el haber
inventado el género como género, y consecuentemente consiguió que el
equivalente al Oscar en la ciencia-ficción lleve su nombre). La temprana scientifiction se ocupaba mayormente de
reciclar una serie interminable de clichés de cartón: científicos locos, razas
perdidas, monstruos amenazantes con ojos de insecto, rayos de la muerte y
rubias gritonas con ropa interior de lata. Con unas pocas excepciones (como Skylark of Space de E. E. “Doc” Smith y
sus secuelas), el material era tan malo que te hacía doler las muelas; a menos
que tengan un interés especial en la historia del género, yo no recomiendo que
salgan a buscarlo.
John Campbell había sido uno de los
principales escritores de space opera desde 1930, secundado solamente a E. E.
“Doc” Smith en creatividad. Cuando se hizo cargo de Astounding, lo hizo con una visión: demandar los niveles más altos
tanto de plausibilidad científica como de habilidad en la escritura que el
campo hubiera visto. Descubrió y entrenó a un grupo de escritores jóvenes que
dominaron el campo durante la mayor parte de los siguientes cincuenta años.
Robert Heinlein, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Poul Anderson y Hal Clement
estaban entre ellos.
Heinlein fue el primero de los
descubrimientos de Campbell y, en definitiva, el más grande. Fue Heinlein quien
introdujo en la ciencia-ficción la técnica de la descripción indirecta: el arte
de describir sus mundos futuros no a través de fragmentos de exposición sino al
presentarlo por medio de los ojos de sus personajes, llevando sutilmente al
lector a que completara por deducción grandes cantidades de ambientación que un
autor menor hubiera pintado en detalle.
Robert A. Heinlein |
(Muchas versiones afirman que
Heinlein inventó la exposición
indirecta de la ciencia-ficción, pero el crédito por esa innovación se debe a Rudyard
Kipling, cuyo cuento de 1912, “Con el correo nocturno”, anticipó el estilo y la
mecánica expositiva de la ciencia-ficción dura campbelliana catorce años antes
de que Hugo Gernsback inventara el género scientifiction
y veintisiete años antes de la primera publicación de Heinlein. Heinlein
profesó la mayor consideración por Kipling durante toda su vida e incluyó
homenajes a Kipling en varias de sus obras; es posible, incluso probable, que
se viera a sí mismo como el sucesor literario de Kipling.)
Desde la Segunda Guerra Mundial a los
’50, los escritores de Campbell —varios científicos e ingenieros que conocían
la tecnología de punta desde su interior— crearon la
Edad Dorada de la ciencia-ficción. Otras
revistas de pulpa de ciencia-ficción que competían con Astounding elevaron sus niveles, y se fundaron nuevas. El campo
tomó la forma de una conversación extendida, una suerte de proto-futurología
desarrollada a través de relatos que a menudo comentaban otro implícitamente.
Si bien se continuaban escribiendo relatos
de space opera y aventuras sencillas, el centro de la revolución campbelliana
fue la “ciencia-ficción dura”, una forma que ponía exigencias particularmente
rigurosas tanto sobre el autor como sobre el lector. La ciencia-ficción dura
exigía que la ciencia fuera consistente tanto internamente como con la ciencia
del mundo real, permitiendo sólo un reducido número de McGuffins, como los
viajes estelares más rápidos que la luz. Los relatos de ciencia-ficción dura podían
ser atacados despiadadamente porque el autor había calculado mal una órbita o
puesto un detalle erróneo de la física o la biología. Los lectores, por otro
lado, necesitaban estar alfabetizados científicamente para apreciar por
completo la belleza de lo que estaban haciendo los autores.
Hubo también un aura política que llegó
con el estilo de la ciencia-ficción dura, ejemplificada por Campbell y su mano
derecha, Robert Heinlein. Esa tradición de un individualismo terco e
insistente, la veneración del hombre competente, un disgusto instintivo ante la
ingeniería social coactiva y un objetivismo indoblegable que valora el
conocimiento de cómo funcionan las cosas y trata toda ideologización política
como sospechosa. Excepciones como las novelas de la serie Fundación de Asimov
sólo convierten la política implícita en la mayor parte de la ciencia-ficción
campbelliana en un sustituto más afilado.
Por entonces, esta posición muy estadounidense
era pensada generalmente, tanto por aliados como por oponentes, como
conservadora o de derecha. Pero la versión de la comunidad de la ciencia-ficción
nunca fue conservadora en el sentido estricto de venerar las normas sociales
del pasado. ¿Cómo podría serlo, cuando la literatura de ciencia-ficción
considera alegremente cambios radicales en los acuerdos sociales e incluso en
la misma naturaleza humana? El insistente individualismo de la ciencia-ficción
también condujo a rechazar el racismo y retratar fuertes personajes femeninos
décadas antes de que la aparición de la corrección política ritualizara estas
conductas en otras formas de arte.
Sin embargo, algunos escritores
encontraron los límites del género demasiado angostos, o rechazaron la
ortodoxia campbelliana por otras razones. La primera revuelta contra la
ciencia-ficción dura apareció a comienzos de los ’50, con un grupo de
escritores jóvenes centrado en torno a Frederik Pohl y los futurianos, un club
de aficionados de Nueva York. Los futurianos inventaron un tipo de
ciencia-ficción en la cual la ciencia ya no era el centro, y el cambio
transformador que motivaba el relato ya no era tecnológico sino político o
social. Gran parte de su producción era afiladamente satírica en tono, y tendía
a des-enfatizar el heroísmo individual. La obra maestra de los futurianos fue Mercaderes del espacio (1953) de
Frederik Pohl y Cyril Kornbluth.
La revuelta futuriana fue tanto
política como estética. No fue hasta fines de los ’70 que ninguno de los
participantes admitió que muchos de los futurianos clave tenían historias como
comunistas ideológicos o compañeros de viajes, y ese hecho permaneció
relativamente desconocido en el campo hasta bien entrados los ’90. Como
posteriores revueltas contra la tradición campbelliana, parte de su motivación
era un deseo de escapar a la política “conservadora” que venía con esa
tradición. Mientras que la obra de los futurianos fue bien comprendida en su
tiempo como un golpe al capitalismo consumista y a la suficiencia de los años de
posguerra, sólo en retrospectiva queda claro cuánto le debían a la Escuela de Frankfurt de la
teoría crítica marxista.
Pero la revuelta futuriana fue
desalentada, tapada a medias y fácilmente absorbida por la corriente principal
campbelliana de la ciencia-ficción; hacia mediados de los ’60, la exploración
sociológica se había convertido en una parte habitual de las herramientas,
incluso para la vieja escuela de la Edad
Dorada , y nunca desafió la centralidad de la ciencia-ficción
dura. Los fundamentos marxistas de los futurianos fueron enterrados y quedaron
sin discutir durante décadas después de este hecho.
De todos modos, la percepción de la
ciencia-ficción campbelliana como un fenómeno “de derecha” persistió y colaboró
en motivar la siguiente revuelta a mediados de los ’60, alrededor de la época
en que comencé a leer este tipo de material. Entonces el campo estaba en mala
forma, aunque yo carecía de la perspectiva para verlo así en ese momento. La
muerte de las revistas de pulpa en los ’50 había acabado en gran medida con el
mercado para cuentos de ciencia-ficción, y el boom posterior a La guerra de las galaxias, que
convertiría a la ciencia-ficción en el segundo género de ficción más exitoso
después de los romances, todavía estaba una década en el futuro.
Los primeros escritores de la
Edad Dorada alcanzaron la marca de los
treinta años de carrera y, aunque algunos encontrarían un segundo florecimiento
décadas más tarde, muchos estaban comenzando a parecer un poco rancios.
Heinlein alcanzó su pico como escritor con La
luna es una cruel amante en 1967 y, asolado por problemas de salud, comenzó
una larga declinación.
Estos problemas objetivos combinados
tal vez llevaron a una insurgencia dentro del campo: la
New Wave , un intento para importar las
técnicas y la imaginería de la ficción literaria a la ciencia-ficción. Como
sucedió con los futurianos, la New Wave fue
a la vez una revuelta estilística y política.
Brian W. Aldiss |
Los inventores de la
New Wave (en particular Michael Moorcock,
J. G. Ballard y Brian Aldiss) eran socialistas y marxistas británicos que
rechazaban el individualismo, la exposición lineal, los finales felices, el
rigor científico y la hegemonía cultural de los Estados Unidos sobre el campo
de la ciencia-ficción en su conjunto. Los posteriores exponentes
norteamericanos de la New Wave
estaban fuertemente asociados con la Nueva
Izquierda y la oposición a la Guerra de Vietnam, y llevaron
a algunas rencorosas disputas públicas en las cuales la política se enredó con cuestiones
de definición de la naturaleza de la ciencia-ficción y su dirección.
Pero la
New Wave , después de 1965, no fue tan
fácilmente desechada o asimilada como lo fueron los futurianos. Entre una gran
cantidad de basura autoindulgente y psicodelizada, alimentada con drogas,
brillaron algunas pocas joyas: los cuentos de Invernáculo, de Brian Aldiss (1961, retrospectivamente reclutados
para la New Wave
posterior a 1965 por su autor), The Great
Clock (1966), de Langdon Jones, “Jinetes del salario púrpura” (1967), de
Philip José Farmer, “No tengo boca y debo gritar” (1967), de Harlan Ellison y
“Una estación en el camino” (1968), de Fritz Leiber, sobresalen como ejemplos.
Como con los futurianos, el campo de
la ciencia-ficción absorbió rápidamente algunas técnicas y preocupaciones de la
New Wave. Notablemente, los escritores de la
New Wave quebraron el tabú de la
ciencia-ficción de escribir sobre sexo en cualquier forma salvo en las más crípticamente
codificadas, una restricción tan rígida que sólo Heinlein había tenido la
estatura para romperla en Forastero en
tierra extraña (1961), un libro que colaboró en formar la contracultura
hippie de fines de los ’60.
Pero la
New Wave también exacerbó las discusiones
que llevaban mucho tiempo sobre la naturaleza misma de la ciencia-ficción, y
brevemente amenazó con desplazar a la ciencia-ficción dura del centro del
campo. El rechazo de Brian Aldiss en 1969 de la exploración espacial por ser
“una diversión pasada de moda conducida con símbolos fálicos estériles” era
típica de la retórica de la New Wave , y
pareció que podría tener cuerda para rato.
De todos modos, como una revuelta
político-cultural contra la visión estadounidense de la ciencia-ficción, la New Wave eventualmente
fracasó tan completamente como lo hicieron los futurianos. Ya se les estaba
acabando el vapor a sus escritores en 1977 cuando La guerra de las galaxias, bastante obviamente inspirada en Los reyes de las estrellas (1947) de
Edmond Hamilton, llevó la imaginería del space opera precampbelliano a la
cultura general. El lustro que siguió (mis años universitarios) fue un período
de vacilación y confusión sólo concluido con la publicación de Marea estelar de David Brin en 1982.
Brin, y sus colegas en el grupo que
llegó a ser conocido como las “B asesinas” (Greg Bear y Gregory Benford),
repusieron la primacía de la ciencia-ficción dura al estilo campbelliano.
Campbell había muerto en 1971, justo en el momento más alto de la
New Wave , pero Heinlein, Anderson y otras
luminarias sobrevivientes de la era campbelliana no tuvieron problemas para
reconocer a sus herederos. Para sorpresa de todos, la Nueva Vieja Ola demostró ser no
sólo artísticamente exitosa sino también comercialmente popular, con sus
autores convirtiéndose en las primeras nuevas estrellas del boom posterior a
1980 en el mundo editorial de la ciencia-ficción.
Antes de volver a las B Asesinas y
su renacer campbelliano, necesito señalar un detalle importante del escenario.
Además de ayudar a nacer a la New Wave , la Guerra de Vietnam abrió una
importante fisura en el ala de “derecha” de la política estadounidense. Una clase
de persona de derecha era el conservador cultural, frecuentemente con
convicciones religiosas y militares. La otra clase fue el “liberal clásico” o impulsor
del estado pequeño. Estas dos tendencias muy diferentes habían sido forzadas a
una alianza tanto en los Estados Unidos como en Gran Bretaña por la aparición
de la izquierda socialista después de 1910.
Las secuelas de la fallida campaña
presidencial de Barry Goldwater en 1964 tensaron la alianza entre estas
facciones casi hasta el quiebre. La
Guerra de Vietnam la quebró, al menos para algunos. Un grupo
combinado de liberales clásicos disidentes y radicales anti-guerra formaron el
Partido Libertario en 1971, repudiando tanto el conservadurismo cultural de la
derecha como el estatismo redistribucionista de la izquierda.
Esto se nota con facilidad en una
historia de la ciencia-ficción porque la plataforma del Partido Libertario se
lee como una forma reinventada, radicalizada e intelectualizada de la política
implícita en la ciencia-ficción dura campbelliana. Esto no fue una
coincidencia; muchos libertarios fundadores eran aficionados a la
ciencia-ficción. Tomaron inspiración no solamente en la polémica
ciencia-ficción política de Ayn Rand —El
manantial (1943), La rebelión de
Atlas (1957)— sino en el canon completo de la ciencia-ficción campbelliana.
Algo bastante similar había sucedido
a fines del siglo XIX, cuando El año 2000
(1887), de Edward Bellamy, y varias ficciones utópicas más, ahora
olvidadas, ayudaron a formar el pensamiento de los primeros socialistas. Pero
ahora la conexión era en ambos sentidos e íntima; obras como La luna es una cruel amante (1967), de
Heinlein, Lone Star Planet (1958), de
H. Beam Piper y “No habrá tregua para los reyes” (1963), de Poul Anderson,
entre muchas otras, pueden ser vistas retrospectivamente como discusiones
proto-libertarias no sólo por sus lectores sino, a menudo, por los mismos
autores de las obras.
La nueva ciencia-ficción dura de los
’80 regresó a los temas e imágenes de la Edad
Dorada , pero no con la simplicidad lineal de la técnica de
entonces. También revirtió los tradicionales valores
antipolíticos/individualistas del campo. En esta oportunidad, con el
libertarismo explícito como un rasgo del paisaje político, la escisión entre
conservadurismo que adora el orden y el impulso individualista fue más marcada.
En un extremo, cierta ciencia-ficción (como la de L. Neil Smith) asumió el
carácter de propaganda libertaria radical. En el otro extremo hay un subgénero
de la ciencia-ficción que podría ser descrita con precisión como fantasías de
poder conservadoras/militaristas, particularmente en los escritos de Jerry
Pournelle y David Drake.
La tensión entre estos grupos a
veces estalló en animosidad pública. Ambos reclaman el legado de Robert
Heinlein. Heinlein mismo (crecientemente errático como escritor pero aún el
Gran Anciano del campo, inmensamente respetado por aficionados y todavía más
por los autores) mantuvo relaciones amistosas con los conservadores pero se
describió a sí mismo como un libertario durante más de una década antes de su
muerte en 1988.
Simbólicamente, Heinlein fue el
primero entre iguales en una comisión de estudio compuesta por escritores de
ciencia-ficción formada por Ronald Reagan para considerar la viabilidad de la
defensa de misiles antibalística. Gregory Benford, miembro de la comisión, más
tarde describió al presidente Reagan como un “aficionado a la ciencia-ficción”,
y la visión que surgió de la
Iniciativa de Defensa Estratégica fue asombrosamente
ciencia-ficcional. La amenaza de Reagan de construir la IDE en la cumbre de Reykiavik
con Gorbachov en 1986 gatilló el colapso de las ambiciones estratégicas
soviéticas cuando el soviético comprendió que la Unión Soviética no podría
enfrentar el ascenso de los Estados Unidos en el juego de póquer geopolítico. Luego
vendrían la caída del Muro de Berlín tres años más tarde y el colapso de la Unión Soviética otros tres años
después; la ciencia-ficción salvó al mundo. En algún lugar, probablemente
Campbell y Heinlein estarían sonriendo.
La evolución personal de Heinlein de
liberal de izquierda de la New Deal al
conservador al estilo Goldwater y, posteriormente, al radicalismo antiestatista,
guía y refleja grandes tendencias. Para cuando sucedió el colapso de la Unión Soviética en 1992, en
algunas obras de ciencia-ficción sin pretensiones políticas se habían comenzado
a filtrar sociedades futuras anarcolibertarias como la secuencia Realtime
(1985) de Vernor Vinge y Los compradores
de tiempo (1989) de Joe Haldeman. La República de la Concha y Novosibirsk fueron las más convincentes
por no ser temas de polémica.
Los ’80 trajeron un movimiento
cuasipolitizado que iba en la dirección opuesta: el ciberpunk, la tercera
revolución fallida contra la ciencia-ficción campbelliana. William Gibson, que
generalmente es reconocido como el que lanzó este subgénero con su Neuromante (1984), no era un escritor
político. Pero Bruce Sterling, que promovió a Gibson y llegó a ser el jefe
ideológico del anticampbellismo a fines de los ’80, llamó al ciberpunk “el
Movimiento” en una referencia autoconciente a la embriagadora era del
radicalismo estudiantil de los ’60. Los ciberpunk se posicionaron
particularmente en contra de la ciencia-ficción carnicera, conservadora y
militarista de Jerry Pournelle, David Drake y sus imitadores de poca monta, que
no eran exactamente un objetivo complicado.
Bruce Sterling |
A pesar de semejante postura, los
ciberpunk no fueron ni tan estilísticamente innovadores ni políticamente
desafiantes como lo fue la New Wave. La
prosa de Gibson ha sido descrita apropiadamente como un Raymond Chandler con
anteojos espejados. Los temas del ciberpunk (realidad virtual, computación
dominante, ciborgismo y bioescultura, feudalismo corporativo) habían sido
anticipados en obras anteriores como “El día millón” (1966), de Frederik Pohl,
el clásico de la ciencia-ficción dura, True
Names (1978), de Vernor Vinge, e incluso en algunas más antiguas como Mercaderes del espacio (1953). La
imaginería ciberpunk (paisajes urbanos decadentes, el pelo rapado, cromo y
cuero negro) rápidamente se convirtió en cliché replicada en docenas de juegos
de computadora.
Neal Stephenson escribió un finis satírico al ciberpunk en Snow Crash (1992), novelas que, junto
con Schismatrix (1985), de Bruce
Sterling, y Hardwired (1986), de
Walter Jon Williams, estuvieron muy cerca de ser las únicas obras en alcanzar
el estándar fijado por Neuromante.
Mientras que la mayoría del ciberpunk dio por sentado un escenario en el cual
el capitalismo se había convertido en un feudalismo corporativo opresivo bajo
el cual la mayoría de los individuos no eran otra cosa que seres alienados e
impotentes, el futuro de Snow Crash
era elocuentemente libertario. El individualismo esencial de la ciencia-ficción
campbelliana se reafirmaba con una risita sobradora.
Para cuando se apagó el ciberpunk,
la mayoría de los aficionados habían estado disfrutando del renacimiento de la
ciencia-ficción dura durante una década; la New
Wave hacía mucho que había desaparecido, y el ciberpunk había
atraído más atención fuera del campo de la ciencia-ficción que dentro. De todos
modos, los líderes del pequeño establishment crítico interno de la
ciencia-ficción (figuras como Samuel Delany y David Hartwell) estaban
fascinados por reliquias de la New Wave
como Thomas Disch y Philip K. Dick, o por figuras marginales anticampbellianas
como Suzette Haden Elgin y Octavia Butler.
Mientras sucedía todo esto, los lectores
votaban en las papeletas de los Hugo principalmente a escritores que entraban
de lleno en la tradición campbelliana: a sobrevivientes de la
Edad Dorada , a las B asesinas y a
escritores más nuevos como Lois McMaster Bujold y Greg Egan (cuya novela Diáspora de 1997 bien puede ser la
novela de ciencia-ficción dura más audaz y brillante en la historia del
género).
En 1994, el pensamiento crítico
dentro del campo de la ciencia-ficción comprendió tardíamente la realidad. El
crédito de esto se le debe a David Hartwell y Kathryn Cramer, cuyo análisis en
la antología The Ascent of Wonder finalmente
reconoció lo que había sido obvio todo el tiempo. La ciencia-ficción dura es el
corazón vital del campo, el núcleo radial desde el cual se diseminan hacia
fuera ideas y mundos prototípicos para ser apropiados por escritores de talento
menor para la construcción de mundos pero tal vez una mayor sofisticación
literaria y estilística. Mientras haya otros modos de la ciencia-ficción que
tengan su propio espacio, serán esencialmente derivaciones de o reacciones
contra la ciencia-ficción dura, que no pueden siquiera ser comprendidas
apropiadamente sin referencia a sus tropos, convenciones e imaginería.
Además, el ensayo de Gregory Benford
en The Ascent of Wonder sobre el sentido
de la ciencia-ficción ofrecía una caracterización del género que bien puede ser
definitiva. Ubica el núcleo de la ciencia-ficción en la experiencia del
“sentido de la maravilla”, no solamente como una emoción talámica sino como la
afirmación de que el universo tiene un orden conocible que es descubierto a
través de la razón y la ciencia.
Creo que puedo ir más allá que
Hartwell, Cramer o Benford al definir la relación entre la ciencia-ficción dura
y el resto del campo. Para hacer esto, necesito introducir el concepto que el
lingüista George Lakoff llama “categoría radial”, una que no está definida por
ningún predicado lógico, sino por un prototipo central y un conjunto de
variaciones permisibles o habituales. Como un ejemplo simple, en inglés la
categoría “fruta” no se corresponde a ninguna uniformidad de estructura que pueda
reconocer un botánico. Más bien, la categoría tiene una “manzana” prototipo, y
cosas que son reconocidas como frutas hasta el punto en que ellas son, ya sea
(a) como una manzana, o (b) como algo que ya ha sido clasificado en la
categoría “como una manzana”.
Las categorías radiales tienen
miembros centrales (“manzana”, “pera”, “naranja”) cuya pertenencia es innegable,
y miembros periféricos (“coco”, “palta”) cuya pertenencia es más débil. La
pertenencia está graduada por la distancia al prototipo central: para decirlo
con tosquedad, el número de rasgos que tienen que cambiar para llegar a ser parecido
al prototipo del ejemplo en cuestión. Algunos rasgos son importantes y tienden
a ser conservados por la categoría radial entera (un sabor fuerte y dulce)
mientras que otros están ligados débilmente (color brillante).
En la mayoría de las categorías
radiales, es posible señalar miembros que son contraejemplos a cualquier definición
simple de la lógica intensional, pero los rasgos que son comunes a la mayoría
de los núcleos de prototipos tienden a estar fuertemente vinculados. Así,
“coco” es un contraejemplo al rasgo fuertemente vinculado de que las frutas
tienen superficies suaves, pero es clasificado como “fruta” porque (como los
prototipos) tiene un interior fácilmente masticable con un sabor dulce.
La ciencia-ficción es una categoría
radial en la cual los prototipos son ciertos clásicos de la ciencia-ficción
dura. Esto es verdad, ya sea que se mapee las obras individuales por afinidad o
por subgéneros como el space opera, el relato de tecnología mágica, la extrapolación
utópica/distópica, etc. Entonces en la discusión lo que caracteriza a la
ciencia-ficción como un todo, la pregunta relevante no es “qué rasgos son
universales” sino “qué rasgos están fuertemente ligados” o, casi
equivalentemente, “cuáles son los rasgos compartidos por la mayor parte de los
prototipos del núcleo de la ciencia-ficción dura”.
La fuerte relación entre la ciencia-ficción
dura y la política libertaria continúa siendo un hecho en el campo. Digamos que
el único premio políticamente
inspirado presentado anualmente en la Convención Mundial
de Ciencia-Ficción es el Prometeo de la Sociedad Futurista
Libertaria. No hay equivalente socialista, liberal, moderado, conservador o
fascista para la clase de escritores de ciencia-ficción libertarios que incluye
a L. Neil Smith, F. Paul Wilson, Brad Lineweaver o L. Neil Schulman; sus
libros, aún cuando son tratados estridentes, polémicos y escritos con indiferencia,
en verdad se venden —y
sorprendentemente bien— a los lectores de la ciencia-ficción.
Por supuesto, hay personas en el
campo de la ciencia-ficción que encuentran esto profundamente incómodo. Dado
que la centralidad de la ciencia-ficción dura ha llegado a ser ineludible, la
resistencia ahora toma la forma de intentos de divorciar a la ciencia-ficción
dura del libertarismo, preservando los métodos y el aparato conceptual de la
ciencia-ficción dura mientras se repudia su aura política. La continuación de
Hartwell y Cramer de The Ascent of Wonder,
The Hard SF Renaissance, publicada en 2002, esgrime este argumento en su
introducción y notas explicativas.
Hartwell, recientemente fallecido |
The Hard SF Renaissance se presenta como un diálogo entre
la ciencia-ficción dura campbelliana de la vieja escuela y un intento de
construir una “ciencia-ficción dura radical” que no sea esclava de las
tendencias derechistas. Es evidente que las simpatías de los editores están con
los “radicales”, desde el mismo momento en que identifican al libertarismo como
un fenómeno de derecha. Es un error característico de los pensadores de
izquierda, que tienden a asumir que todo lo que no es de “izquierda” es de
“derecha” y que la aprobación del libre mercado de alguna manera implica
conservadurismo social.
¿Es posible un programa para la
“ciencia-ficción dura radical”? Parcialmente es una cuestión de definición. Ya
he demostrado que el género de la ciencia-ficción no puede ser conservador cultural o políticamente; por naturaleza
tiene que estar preparado para considerar —e implícitamente defender— el cambio
radical. Entonces los partisanos de la “ciencia-ficción dura radical” están
desahuciadamente confundidos, empujando contra una puerta abierta, o lo que
realmente objetan es la conexión libertaria de la ciencia-ficción dura.
Entonces, vale la pena preguntarse:
¿la relación histórica e íntima entre el pensamiento político libertario y la
ciencia-ficción es un simple accidente, o hay una conexión intrínseca? Y
tampoco es éste simplemente un interrogante sobre política; comprenderemos
mejor a la ciencia-ficción y su historia si sabemos la respuesta.
Creo conocer la que sería la
respuesta de John Campbell, si no hubiera muerto en el año en que los
fundadores del libertarismo rompieron con el conservadurismo. Sé qué era Robert
Heinlein. Ellos harían lo mismo que yo, dirían un resonante sí… que hay una
conexión, y la conexión es a la vez profunda e intrínseca. Pero la historia
cultural está alfombrada con los cadáveres de fanáticos que intentaron sumir el
arte a la ideología con sombríos argumentos, sólo para ser expuestos como
tontos cuando el arte se volvió obsoleto antes que la ideología o (más a
menudo) viceversa.
Sin embargo, en lo que queda de este
ensayo intentaré demostrar este punto. Mi argumentación se centrará en las
implicaciones de un concepto mejor conocido desde la Primera Enmienda : el “mercado
de las ideas”. Voy a exponer específicamente sobre las características de la
ciencia-ficción dura, los prototipos de la categoría radial de la
ciencia-ficción. Usaré esta argumentación para tratar de iluminar los valores
centrales de la ciencia-ficción como literatura, y para explicar el gran patrón
histórico de las revoluciones fracasadas contra el modelo campbelliano.
La ciencia-ficción, como literatura,
abraza la posibilidad de transformaciones radicales de la condición humana
obtenidas a través del conocimiento. La inmortalidad tecnológica, los viajes a
las estrellas, la ciborgización y otros tropos característicos de la ciencia-ficción
están ubicados dentro del universo conocible, uno en el cual la investigación
científica es a la vez la precondición y el principal instrumento para crear
nuevos futuros.
La ciencia-ficción es, en términos
generales, optimista acerca de estos futuros. Esto es por la simple razón de
que la ciencia-ficción es ficción adquirida con los presupuestos de la gente
destinados a entretenimiento, y la gente, en general, prefiere los finales
felices a los tristes. Pero aún cuando la ciencia-ficción no es optimista, sus
distopías y fábulas tienden a sostener el poder de las elecciones razonadas efectuadas
en un universo cognoscible; nos dicen que no es por el azar o el capricho de
dioses enojados que fallamos, sino por nuestro fracaso para ser inteligentes, nuestro fracaso para usar el poder
de la razón, la ciencia y la ingeniería con prudencia.
En el fondo, la suposición central
de la ciencia-ficción es que la ciencia aplicada es nuestra mejor esperanza de
trascender las mayores tragedias y los menores fastidios que todos heredamos.
Incluso cuando los científicos y los ingenieros no son los héroes visibles del
relato, son los héroes invisibles que permiten que la historia sea posible en
teoría, son los creadores de la posibilidad, la gente que libera el futuro para
que se convierta en un lugar distinto del presente.
La ciencia-ficción satisface y
estimula a la vez una suerte de deseo por algo posiblemente compuesto de simple
escapismo y un placer intelectualmente complejo de anticipar el futuro. Los
lectores y escritores de ciencia-ficción quieren creer que el futuro puede ser
no sólo diferente sino diferente en muchas, muchas formas extrañas y
maravillosas, y que vale la pena explorarlas a todas.
Todos los rasgos (abrazar la
transformación radical, el optimismo, la ciencia aplicada como nuestra mejor
esperanza, el anhelo de posibilidades) son características débiles de la
ciencia-ficción en general, pero son características poderosas de la ciencia-ficción dura. Están fuertemente enlazadas, según
la terminología de las categorías radiales.
Por lo tanto, la ciencia-ficción
dura tiene una predisposición hacia valorar los rasgos humanos y las
condiciones sociales que mejor respaldan la investigación científica y permiten,
como consecuencia, los cambios transformadores, tanto en individuos como en
sociedades. También valora el equilibrio social que permite a los individuos una
mayor escala para elegir, para satisfacer ese anhelo de posibilidades. Y es
aquí donde comenzamos a obtener los primeros indicios de que los rasgos
fuertemente relacionados de la ciencia-ficción implican una postura política,
porque no todas las condiciones políticas son igualmente favorables para la
investigación científica y los cambios que puede aparejar. Ni para la elección
individual.
El poder para suprimir la
investigación libre, para limitar las elecciones y frustrar la creatividad
subversiva de los individuos, es el poder para estrangular los brillantes
futuros trascendentes de la ciencia-ficción optimista. Los tiranos, las
sociedades estáticas y las élites del poder temen el cambio por sobre todo: su
tendencia natural es suprimir la ciencia, o buscar distorsionarla con fines
ideológicos (como, por ejemplo, hizo Stalin con el lysenkoismo). En las
narrativas en el núcleo de la ciencia-ficción, el poder político es el enemigo
natural del futuro.
Los aficionados y escritores de la
ciencia-ficción siempre han comprendido esto de manera instintiva. Por eso la
larga celebración del género del individualista antipolítico; por eso su
afición por el voluntarismo y los mercados por sobre la acción estatal, y por
argumentos en los cuales el gran avance científico y la economía de libre
empresa se combinan sin costuras (como la arquetípica novela de Heinlein, El hombre que vendió la luna, de 1951). Estas
posturas no son accidentes históricos, son imperativos estructurales que son
seguidos por el anhelo de que sean posibles. Las modas ideológicas van y
vienen, y el campo inevitablemente se descubre a sí mismo como una literatura
de la libertad.
Este análisis debería alejar
permanentemente la noción de que la ciencia-ficción dura es una literatura
conservadora. Es, en realidad, profunda y fundamentalmente radical, la
literatura que celebra no solamente la ciencia y la tecnología sino el cambio
social conducido tecnológicamente como una revolución permanente, como el
definitivo y más inexorable enemigo de todas las relaciones de poder
establecidas en cualquier lugar.
Más temprano, cité los siguientes
rasgos de la tradición de la ciencia-ficción libertaria: un
individualismo
terco e insistente, veneración del hombre competente, desconfianza instintiva
de la ingeniería social coactiva y un objetivismo indoblegable que valora el
conocimiento de cómo funcionan las cosas y trata toda ideologización política como
sospechosa. Ahora todo debería ser explicable con facilidad. Éstas son las
características que señalan a los enemigos de los enemigos del futuro.
John W. Campbell |
Los partisanos de la
“ciencia-ficción dura radical”, como los de las tempranas revoluciones fallidas,
son así víctimas de un error de categoría, una incapacidad para ver más allá de
sus propios mapas ideológicos. Al encajar al libertarismo nativo de la
ciencia-ficción en una caja rotulada “de derecha” o “conservadora” se condenan
a malentender los imperativos más profundos del género.
Al comprender estos imperativos, por
otro lado, podemos explicar la serie de revoluciones fallidas contra el modelo
campbelliano, el patrón más grande en la historia de la ciencia-ficción
moderna. También podemos predecir dos cosas importantes sobre el futuro de la
ciencia-ficción misma.
Una: las personas cuya filosofía
política básica es rotundamente incompatible con el libertarismo seguirán sintiendo
que la corriente principal de la ciencia-ficción es un lugar incómodo. Por lo
tanto, continuarán las esporádicas revueltas ideológicas contra el modelo
campbelliano de ciencia-ficción, probablemente al promedio establecido de una
por década. Los futurianos, la New Wave ,
los ciberpunks y la “ciencia-ficción dura radical” no fueron el final de esa
historia, porque las cuestiones políticas más importantes que motivaron estas
insurrecciones todavía no fueron resueltas.
Dos: todas estas revueltas
fracasarán de la misma forma. El género las absorberá o volverá rutinarios sus
rasgos literarios y descartará sus agendas políticas. Y la ciencia-ficción seguirá
dejando perplejos a los observadores que confunden su ADN antipolítico con
conservadurismo mientras les pasa desapercibido su radicalismo subyacente.
Tit.
orig.: A Political History of Sf
©
2007 Eric S. Raymond. Publicado con autorización del autor
Traducido
por Luis Pestarini
Publicado
en Cuásar 50/51
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