miércoles, 10 de agosto de 2016

Una historia política de la ciencia ficción, por Eric S. Raymond

Eric Steven Raymond (Boston, 1957) es reconocido como historiador de la cultura hacker y como uno de los líderes del movimiento open source. Es autor de varios libros sobre estos temas, entre ellos Una breve historia de los hackers (1992) y La catedral y el bazar (1997). De opiniones polémicas, defensor de la libre portación de armas, Raymond se define a sí mismo como neopagano y anarcocapitalista. Ha manifestado numerosas veces su interés por la ciencia ficción, conocimiento que demuestra en este polémico artículo.

La historia de la ciencia-ficción moderna es la de cinco intentos de revolución: uno exitoso y cuatro fallidos pero enriquecedores. Voy a ofrecerles una visión de estos intentos desde un ángulo inusual, el político. Ésta resulta ser una perspectiva útil porque una parte más importante de la historia de la ciencia-ficción de lo que se podría esperar está entrelazada con cuestiones políticas, y la ciencia-ficción tuvo un rol fundamental al dar nacimiento a, por lo menos, una ideología política definida que está viva y hoy es relevante.
            La primera y la más grande de las revoluciones salió de las mentes de John Wood Campbell y Robert Heinlein, el director literario y el autor que inventaron la ciencia-ficción moderna. El año fundamental es 1938, cuando John Campbell se hizo cargo de la dirección de Astounding Science Fiction. Publicó el primer cuento de Heinlein algo más de un año después.
            La ciencia-ficción pre-campbelliana había bullido en las revistas norteamericanas de pulpa de las décadas de 1910 y 1920, inspirada en pioneros como Julio Verne y H. G. Wells, y promovida por el infatigable Hugo Gernsback (quien puede reivindicar mejor que nadie el haber inventado el género como género, y consecuentemente consiguió que el equivalente al Oscar en la ciencia-ficción lleve su nombre). La temprana scientifiction se ocupaba mayormente de reciclar una serie interminable de clichés de cartón: científicos locos, razas perdidas, monstruos amenazantes con ojos de insecto, rayos de la muerte y rubias gritonas con ropa interior de lata. Con unas pocas excepciones (como Skylark of Space de E. E. “Doc” Smith y sus secuelas), el material era tan malo que te hacía doler las muelas; a menos que tengan un interés especial en la historia del género, yo no recomiendo que salgan a buscarlo.
            John Campbell había sido uno de los principales escritores de space opera desde 1930, secundado solamente a E. E. “Doc” Smith en creatividad. Cuando se hizo cargo de Astounding, lo hizo con una visión: demandar los niveles más altos tanto de plausibilidad científica como de habilidad en la escritura que el campo hubiera visto. Descubrió y entrenó a un grupo de escritores jóvenes que dominaron el campo durante la mayor parte de los siguientes cincuenta años. Robert Heinlein, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Poul Anderson y Hal Clement estaban entre ellos.
            Heinlein fue el primero de los descubrimientos de Campbell y, en definitiva, el más grande. Fue Heinlein quien introdujo en la ciencia-ficción la técnica de la descripción indirecta: el arte de describir sus mundos futuros no a través de fragmentos de exposición sino al presentarlo por medio de los ojos de sus personajes, llevando sutilmente al lector a que completara por deducción grandes cantidades de ambientación que un autor menor hubiera pintado en detalle.
Robert A. Heinlein
            (Muchas versiones afirman que Heinlein inventó la exposición indirecta de la ciencia-ficción, pero el crédito por esa innovación se debe a Rudyard Kipling, cuyo cuento de 1912, “Con el correo nocturno”, anticipó el estilo y la mecánica expositiva de la ciencia-ficción dura campbelliana catorce años antes de que Hugo Gernsback inventara el género scientifiction y veintisiete años antes de la primera publicación de Heinlein. Heinlein profesó la mayor consideración por Kipling durante toda su vida e incluyó homenajes a Kipling en varias de sus obras; es posible, incluso probable, que se viera a sí mismo como el sucesor literario de Kipling.)
            Desde la Segunda Guerra Mundial a los ’50, los escritores de Campbell —varios científicos e ingenieros que conocían la tecnología de punta desde su interior— crearon la Edad Dorada de la ciencia-ficción. Otras revistas de pulpa de ciencia-ficción que competían con Astounding elevaron sus niveles, y se fundaron nuevas. El campo tomó la forma de una conversación extendida, una suerte de proto-futurología desarrollada a través de relatos que a menudo comentaban otro implícitamente.
            Si bien se continuaban escribiendo relatos de space opera y aventuras sencillas, el centro de la revolución campbelliana fue la “ciencia-ficción dura”, una forma que ponía exigencias particularmente rigurosas tanto sobre el autor como sobre el lector. La ciencia-ficción dura exigía que la ciencia fuera consistente tanto internamente como con la ciencia del mundo real, permitiendo sólo un reducido número de McGuffins, como los viajes estelares más rápidos que la luz. Los relatos de ciencia-ficción dura podían ser atacados despiadadamente porque el autor había calculado mal una órbita o puesto un detalle erróneo de la física o la biología. Los lectores, por otro lado, necesitaban estar alfabetizados científicamente para apreciar por completo la belleza de lo que estaban haciendo los autores.
            Hubo también un aura política que llegó con el estilo de la ciencia-ficción dura, ejemplificada por Campbell y su mano derecha, Robert Heinlein. Esa tradición de un individualismo terco e insistente, la veneración del hombre competente, un disgusto instintivo ante la ingeniería social coactiva y un objetivismo indoblegable que valora el conocimiento de cómo funcionan las cosas y trata toda ideologización política como sospechosa. Excepciones como las novelas de la serie Fundación de Asimov sólo convierten la política implícita en la mayor parte de la ciencia-ficción campbelliana en un sustituto más afilado.
            Por entonces, esta posición muy estadounidense era pensada generalmente, tanto por aliados como por oponentes, como conservadora o de derecha. Pero la versión de la comunidad de la ciencia-ficción nunca fue conservadora en el sentido estricto de venerar las normas sociales del pasado. ¿Cómo podría serlo, cuando la literatura de ciencia-ficción considera alegremente cambios radicales en los acuerdos sociales e incluso en la misma naturaleza humana? El insistente individualismo de la ciencia-ficción también condujo a rechazar el racismo y retratar fuertes personajes femeninos décadas antes de que la aparición de la corrección política ritualizara estas conductas en otras formas de arte.
            Sin embargo, algunos escritores encontraron los límites del género demasiado angostos, o rechazaron la ortodoxia campbelliana por otras razones. La primera revuelta contra la ciencia-ficción dura apareció a comienzos de los ’50, con un grupo de escritores jóvenes centrado en torno a Frederik Pohl y los futurianos, un club de aficionados de Nueva York. Los futurianos inventaron un tipo de ciencia-ficción en la cual la ciencia ya no era el centro, y el cambio transformador que motivaba el relato ya no era tecnológico sino político o social. Gran parte de su producción era afiladamente satírica en tono, y tendía a des-enfatizar el heroísmo individual. La obra maestra de los futurianos fue Mercaderes del espacio (1953) de Frederik Pohl y Cyril Kornbluth.
            La revuelta futuriana fue tanto política como estética. No fue hasta fines de los ’70 que ninguno de los participantes admitió que muchos de los futurianos clave tenían historias como comunistas ideológicos o compañeros de viajes, y ese hecho permaneció relativamente desconocido en el campo hasta bien entrados los ’90. Como posteriores revueltas contra la tradición campbelliana, parte de su motivación era un deseo de escapar a la política “conservadora” que venía con esa tradición. Mientras que la obra de los futurianos fue bien comprendida en su tiempo como un golpe al capitalismo consumista y a la suficiencia de los años de posguerra, sólo en retrospectiva queda claro cuánto le debían a la Escuela de Frankfurt de la teoría crítica marxista.
            Pero la revuelta futuriana fue desalentada, tapada a medias y fácilmente absorbida por la corriente principal campbelliana de la ciencia-ficción; hacia mediados de los ’60, la exploración sociológica se había convertido en una parte habitual de las herramientas, incluso para la vieja escuela de la Edad Dorada, y nunca desafió la centralidad de la ciencia-ficción dura. Los fundamentos marxistas de los futurianos fueron enterrados y quedaron sin discutir durante décadas después de este hecho.
            De todos modos, la percepción de la ciencia-ficción campbelliana como un fenómeno “de derecha” persistió y colaboró en motivar la siguiente revuelta a mediados de los ’60, alrededor de la época en que comencé a leer este tipo de material. Entonces el campo estaba en mala forma, aunque yo carecía de la perspectiva para verlo así en ese momento. La muerte de las revistas de pulpa en los ’50 había acabado en gran medida con el mercado para cuentos de ciencia-ficción, y el boom posterior a La guerra de las galaxias, que convertiría a la ciencia-ficción en el segundo género de ficción más exitoso después de los romances, todavía estaba una década en el futuro.
            Los primeros escritores de la Edad Dorada alcanzaron la marca de los treinta años de carrera y, aunque algunos encontrarían un segundo florecimiento décadas más tarde, muchos estaban comenzando a parecer un poco rancios. Heinlein alcanzó su pico como escritor con La luna es una cruel amante en 1967 y, asolado por problemas de salud, comenzó una larga declinación.
            Estos problemas objetivos combinados tal vez llevaron a una insurgencia dentro del campo: la New Wave, un intento para importar las técnicas y la imaginería de la ficción literaria a la ciencia-ficción. Como sucedió con los futurianos, la New Wave fue a la vez una revuelta estilística y política.
Brian W. Aldiss
            Los inventores de la New Wave (en particular Michael Moorcock, J. G. Ballard y Brian Aldiss) eran socialistas y marxistas británicos que rechazaban el individualismo, la exposición lineal, los finales felices, el rigor científico y la hegemonía cultural de los Estados Unidos sobre el campo de la ciencia-ficción en su conjunto. Los posteriores exponentes norteamericanos de la New Wave estaban fuertemente asociados con la Nueva Izquierda y la oposición a la Guerra de Vietnam, y llevaron a algunas rencorosas disputas públicas en las cuales la política se enredó con cuestiones de definición de la naturaleza de la ciencia-ficción y su dirección.
            Pero la New Wave, después de 1965, no fue tan fácilmente desechada o asimilada como lo fueron los futurianos. Entre una gran cantidad de basura autoindulgente y psicodelizada, alimentada con drogas, brillaron algunas pocas joyas: los cuentos de Invernáculo, de Brian Aldiss (1961, retrospectivamente reclutados para la New Wave posterior a 1965 por su autor), The Great Clock (1966), de Langdon Jones, “Jinetes del salario púrpura” (1967), de Philip José Farmer, “No tengo boca y debo gritar” (1967), de Harlan Ellison y “Una estación en el camino” (1968), de Fritz Leiber, sobresalen como ejemplos.
            Como con los futurianos, el campo de la ciencia-ficción absorbió rápidamente algunas técnicas y preocupaciones de la New Wave. Notablemente, los escritores de la New Wave quebraron el tabú de la ciencia-ficción de escribir sobre sexo en cualquier forma salvo en las más crípticamente codificadas, una restricción tan rígida que sólo Heinlein había tenido la estatura para romperla en Forastero en tierra extraña (1961), un libro que colaboró en formar la contracultura hippie de fines de los ’60.
            Pero la New Wave también exacerbó las discusiones que llevaban mucho tiempo sobre la naturaleza misma de la ciencia-ficción, y brevemente amenazó con desplazar a la ciencia-ficción dura del centro del campo. El rechazo de Brian Aldiss en 1969 de la exploración espacial por ser “una diversión pasada de moda conducida con símbolos fálicos estériles” era típica de la retórica de la New Wave, y pareció que podría tener cuerda para rato.
            De todos modos, como una revuelta político-cultural contra la visión estadounidense de la ciencia-ficción, la New Wave eventualmente fracasó tan completamente como lo hicieron los futurianos. Ya se les estaba acabando el vapor a sus escritores en 1977 cuando La guerra de las galaxias, bastante obviamente inspirada en Los reyes de las estrellas (1947) de Edmond Hamilton, llevó la imaginería del space opera precampbelliano a la cultura general. El lustro que siguió (mis años universitarios) fue un período de vacilación y confusión sólo concluido con la publicación de Marea estelar de David Brin en 1982.
            Brin, y sus colegas en el grupo que llegó a ser conocido como las “B asesinas” (Greg Bear y Gregory Benford), repusieron la primacía de la ciencia-ficción dura al estilo campbelliano. Campbell había muerto en 1971, justo en el momento más alto de la New Wave, pero Heinlein, Anderson y otras luminarias sobrevivientes de la era campbelliana no tuvieron problemas para reconocer a sus herederos. Para sorpresa de todos, la Nueva Vieja Ola demostró ser no sólo artísticamente exitosa sino también comercialmente popular, con sus autores convirtiéndose en las primeras nuevas estrellas del boom posterior a 1980 en el mundo editorial de la ciencia-ficción.
            Antes de volver a las B Asesinas y su renacer campbelliano, necesito señalar un detalle importante del escenario. Además de ayudar a nacer a la New Wave, la Guerra de Vietnam abrió una importante fisura en el ala de “derecha” de la política estadounidense. Una clase de persona de derecha era el conservador cultural, frecuentemente con convicciones religiosas y militares. La otra clase fue el “liberal clásico” o impulsor del estado pequeño. Estas dos tendencias muy diferentes habían sido forzadas a una alianza tanto en los Estados Unidos como en Gran Bretaña por la aparición de la izquierda socialista después de 1910.
            Las secuelas de la fallida campaña presidencial de Barry Goldwater en 1964 tensaron la alianza entre estas facciones casi hasta el quiebre. La Guerra de Vietnam la quebró, al menos para algunos. Un grupo combinado de liberales clásicos disidentes y radicales anti-guerra formaron el Partido Libertario en 1971, repudiando tanto el conservadurismo cultural de la derecha como el estatismo redistribucionista de la izquierda.
            Esto se nota con facilidad en una historia de la ciencia-ficción porque la plataforma del Partido Libertario se lee como una forma reinventada, radicalizada e intelectualizada de la política implícita en la ciencia-ficción dura campbelliana. Esto no fue una coincidencia; muchos libertarios fundadores eran aficionados a la ciencia-ficción. Tomaron inspiración no solamente en la polémica ciencia-ficción política de Ayn Rand —El manantial (1943), La rebelión de Atlas (1957)— sino en el canon completo de la ciencia-ficción campbelliana.
            Algo bastante similar había sucedido a fines del siglo XIX, cuando El año 2000 (1887), de Edward Bellamy, y varias ficciones utópicas más, ahora olvidadas, ayudaron a formar el pensamiento de los primeros socialistas. Pero ahora la conexión era en ambos sentidos e íntima; obras como La luna es una cruel amante (1967), de Heinlein, Lone Star Planet (1958), de H. Beam Piper y “No habrá tregua para los reyes” (1963), de Poul Anderson, entre muchas otras, pueden ser vistas retrospectivamente como discusiones proto-libertarias no sólo por sus lectores sino, a menudo, por los mismos autores de las obras.
            La nueva ciencia-ficción dura de los ’80 regresó a los temas e imágenes de la Edad Dorada, pero no con la simplicidad lineal de la técnica de entonces. También revirtió los tradicionales valores antipolíticos/individualistas del campo. En esta oportunidad, con el libertarismo explícito como un rasgo del paisaje político, la escisión entre conservadurismo que adora el orden y el impulso individualista fue más marcada. En un extremo, cierta ciencia-ficción (como la de L. Neil Smith) asumió el carácter de propaganda libertaria radical. En el otro extremo hay un subgénero de la ciencia-ficción que podría ser descrita con precisión como fantasías de poder conservadoras/militaristas, particularmente en los escritos de Jerry Pournelle y David Drake.
            La tensión entre estos grupos a veces estalló en animosidad pública. Ambos reclaman el legado de Robert Heinlein. Heinlein mismo (crecientemente errático como escritor pero aún el Gran Anciano del campo, inmensamente respetado por aficionados y todavía más por los autores) mantuvo relaciones amistosas con los conservadores pero se describió a sí mismo como un libertario durante más de una década antes de su muerte en 1988.
            Simbólicamente, Heinlein fue el primero entre iguales en una comisión de estudio compuesta por escritores de ciencia-ficción formada por Ronald Reagan para considerar la viabilidad de la defensa de misiles antibalística. Gregory Benford, miembro de la comisión, más tarde describió al presidente Reagan como un “aficionado a la ciencia-ficción”, y la visión que surgió de la Iniciativa de Defensa Estratégica fue asombrosamente ciencia-ficcional. La amenaza de Reagan de construir la IDE en la cumbre de Reykiavik con Gorbachov en 1986 gatilló el colapso de las ambiciones estratégicas soviéticas cuando el soviético comprendió que la Unión Soviética no podría enfrentar el ascenso de los Estados Unidos en el juego de póquer geopolítico. Luego vendrían la caída del Muro de Berlín tres años más tarde y el colapso de la Unión Soviética otros tres años después; la ciencia-ficción salvó al mundo. En algún lugar, probablemente Campbell y Heinlein estarían sonriendo.
            La evolución personal de Heinlein de liberal de izquierda de la New Deal al conservador al estilo Goldwater y, posteriormente, al radicalismo antiestatista, guía y refleja grandes tendencias. Para cuando sucedió el colapso de la Unión Soviética en 1992, en algunas obras de ciencia-ficción sin pretensiones políticas se habían comenzado a filtrar sociedades futuras anarcolibertarias como la secuencia Realtime (1985) de Vernor Vinge y Los compradores de tiempo (1989) de Joe Haldeman. La República de la Concha y Novosibirsk fueron las más convincentes por no ser temas de polémica.
            Los ’80 trajeron un movimiento cuasipolitizado que iba en la dirección opuesta: el ciberpunk, la tercera revolución fallida contra la ciencia-ficción campbelliana. William Gibson, que generalmente es reconocido como el que lanzó este subgénero con su Neuromante (1984), no era un escritor político. Pero Bruce Sterling, que promovió a Gibson y llegó a ser el jefe ideológico del anticampbellismo a fines de los ’80, llamó al ciberpunk “el Movimiento” en una referencia autoconciente a la embriagadora era del radicalismo estudiantil de los ’60. Los ciberpunk se posicionaron particularmente en contra de la ciencia-ficción carnicera, conservadora y militarista de Jerry Pournelle, David Drake y sus imitadores de poca monta, que no eran exactamente un objetivo complicado.
Bruce Sterling
            A pesar de semejante postura, los ciberpunk no fueron ni tan estilísticamente innovadores ni políticamente desafiantes como lo fue la New Wave. La prosa de Gibson ha sido descrita apropiadamente como un Raymond Chandler con anteojos espejados. Los temas del ciberpunk (realidad virtual, computación dominante, ciborgismo y bioescultura, feudalismo corporativo) habían sido anticipados en obras anteriores como “El día millón” (1966), de Frederik Pohl, el clásico de la ciencia-ficción dura, True Names (1978), de Vernor Vinge, e incluso en algunas más antiguas como Mercaderes del espacio (1953). La imaginería ciberpunk (paisajes urbanos decadentes, el pelo rapado, cromo y cuero negro) rápidamente se convirtió en cliché replicada en docenas de juegos de computadora.
            Neal Stephenson escribió un finis satírico al ciberpunk en Snow Crash (1992), novelas que, junto con Schismatrix (1985), de Bruce Sterling, y Hardwired (1986), de Walter Jon Williams, estuvieron muy cerca de ser las únicas obras en alcanzar el estándar fijado por Neuromante. Mientras que la mayoría del ciberpunk dio por sentado un escenario en el cual el capitalismo se había convertido en un feudalismo corporativo opresivo bajo el cual la mayoría de los individuos no eran otra cosa que seres alienados e impotentes, el futuro de Snow Crash era elocuentemente libertario. El individualismo esencial de la ciencia-ficción campbelliana se reafirmaba con una risita sobradora.
            Para cuando se apagó el ciberpunk, la mayoría de los aficionados habían estado disfrutando del renacimiento de la ciencia-ficción dura durante una década; la New Wave hacía mucho que había desaparecido, y el ciberpunk había atraído más atención fuera del campo de la ciencia-ficción que dentro. De todos modos, los líderes del pequeño establishment crítico interno de la ciencia-ficción (figuras como Samuel Delany y David Hartwell) estaban fascinados por reliquias de la New Wave como Thomas Disch y Philip K. Dick, o por figuras marginales anticampbellianas como Suzette Haden Elgin y Octavia Butler.
            Mientras sucedía todo esto, los lectores votaban en las papeletas de los Hugo principalmente a escritores que entraban de lleno en la tradición campbelliana: a sobrevivientes de la Edad Dorada, a las B asesinas y a escritores más nuevos como Lois McMaster Bujold y Greg Egan (cuya novela Diáspora de 1997 bien puede ser la novela de ciencia-ficción dura más audaz y brillante en la historia del género).
            En 1994, el pensamiento crítico dentro del campo de la ciencia-ficción comprendió tardíamente la realidad. El crédito de esto se le debe a David Hartwell y Kathryn Cramer, cuyo análisis en la antología The Ascent of Wonder finalmente reconoció lo que había sido obvio todo el tiempo. La ciencia-ficción dura es el corazón vital del campo, el núcleo radial desde el cual se diseminan hacia fuera ideas y mundos prototípicos para ser apropiados por escritores de talento menor para la construcción de mundos pero tal vez una mayor sofisticación literaria y estilística. Mientras haya otros modos de la ciencia-ficción que tengan su propio espacio, serán esencialmente derivaciones de o reacciones contra la ciencia-ficción dura, que no pueden siquiera ser comprendidas apropiadamente sin referencia a sus tropos, convenciones e imaginería.
            Además, el ensayo de Gregory Benford en The Ascent of Wonder sobre el sentido de la ciencia-ficción ofrecía una caracterización del género que bien puede ser definitiva. Ubica el núcleo de la ciencia-ficción en la experiencia del “sentido de la maravilla”, no solamente como una emoción talámica sino como la afirmación de que el universo tiene un orden conocible que es descubierto a través de la razón y la ciencia.
            Creo que puedo ir más allá que Hartwell, Cramer o Benford al definir la relación entre la ciencia-ficción dura y el resto del campo. Para hacer esto, necesito introducir el concepto que el lingüista George Lakoff llama “categoría radial”, una que no está definida por ningún predicado lógico, sino por un prototipo central y un conjunto de variaciones permisibles o habituales. Como un ejemplo simple, en inglés la categoría “fruta” no se corresponde a ninguna uniformidad de estructura que pueda reconocer un botánico. Más bien, la categoría tiene una “manzana” prototipo, y cosas que son reconocidas como frutas hasta el punto en que ellas son, ya sea (a) como una manzana, o (b) como algo que ya ha sido clasificado en la categoría “como una manzana”.
            Las categorías radiales tienen miembros centrales (“manzana”, “pera”, “naranja”) cuya pertenencia es innegable, y miembros periféricos (“coco”, “palta”) cuya pertenencia es más débil. La pertenencia está graduada por la distancia al prototipo central: para decirlo con tosquedad, el número de rasgos que tienen que cambiar para llegar a ser parecido al prototipo del ejemplo en cuestión. Algunos rasgos son importantes y tienden a ser conservados por la categoría radial entera (un sabor fuerte y dulce) mientras que otros están ligados débilmente (color brillante).
            En la mayoría de las categorías radiales, es posible señalar miembros que son contraejemplos a cualquier definición simple de la lógica intensional, pero los rasgos que son comunes a la mayoría de los núcleos de prototipos tienden a estar fuertemente vinculados. Así, “coco” es un contraejemplo al rasgo fuertemente vinculado de que las frutas tienen superficies suaves, pero es clasificado como “fruta” porque (como los prototipos) tiene un interior fácilmente masticable con un sabor dulce.
            La ciencia-ficción es una categoría radial en la cual los prototipos son ciertos clásicos de la ciencia-ficción dura. Esto es verdad, ya sea que se mapee las obras individuales por afinidad o por subgéneros como el space opera, el relato de tecnología mágica, la extrapolación utópica/distópica, etc. Entonces en la discusión lo que caracteriza a la ciencia-ficción como un todo, la pregunta relevante no es “qué rasgos son universales” sino “qué rasgos están fuertemente ligados” o, casi equivalentemente, “cuáles son los rasgos compartidos por la mayor parte de los prototipos del núcleo de la ciencia-ficción dura”.
            La fuerte relación entre la ciencia-ficción dura y la política libertaria continúa siendo un hecho en el campo. Digamos que el único premio políticamente inspirado presentado anualmente en la Convención Mundial de Ciencia-Ficción es el Prometeo de la Sociedad Futurista Libertaria. No hay equivalente socialista, liberal, moderado, conservador o fascista para la clase de escritores de ciencia-ficción libertarios que incluye a L. Neil Smith, F. Paul Wilson, Brad Lineweaver o L. Neil Schulman; sus libros, aún cuando son tratados estridentes, polémicos y escritos con indiferencia, en verdad se venden —y sorprendentemente bien— a los lectores de la ciencia-ficción.
            Por supuesto, hay personas en el campo de la ciencia-ficción que encuentran esto profundamente incómodo. Dado que la centralidad de la ciencia-ficción dura ha llegado a ser ineludible, la resistencia ahora toma la forma de intentos de divorciar a la ciencia-ficción dura del libertarismo, preservando los métodos y el aparato conceptual de la ciencia-ficción dura mientras se repudia su aura política. La continuación de Hartwell y Cramer de The Ascent of Wonder, The Hard SF Renaissance, publicada en 2002, esgrime este argumento en su introducción y notas explicativas.
Hartwell, recientemente fallecido
            The Hard SF Renaissance se presenta como un diálogo entre la ciencia-ficción dura campbelliana de la vieja escuela y un intento de construir una “ciencia-ficción dura radical” que no sea esclava de las tendencias derechistas. Es evidente que las simpatías de los editores están con los “radicales”, desde el mismo momento en que identifican al libertarismo como un fenómeno de derecha. Es un error característico de los pensadores de izquierda, que tienden a asumir que todo lo que no es de “izquierda” es de “derecha” y que la aprobación del libre mercado de alguna manera implica conservadurismo social.
            ¿Es posible un programa para la “ciencia-ficción dura radical”? Parcialmente es una cuestión de definición. Ya he demostrado que el género de la ciencia-ficción no puede ser conservador cultural o políticamente; por naturaleza tiene que estar preparado para considerar —e implícitamente defender— el cambio radical. Entonces los partisanos de la “ciencia-ficción dura radical” están desahuciadamente confundidos, empujando contra una puerta abierta, o lo que realmente objetan es la conexión libertaria de la ciencia-ficción dura.
            Entonces, vale la pena preguntarse: ¿la relación histórica e íntima entre el pensamiento político libertario y la ciencia-ficción es un simple accidente, o hay una conexión intrínseca? Y tampoco es éste simplemente un interrogante sobre política; comprenderemos mejor a la ciencia-ficción y su historia si sabemos la respuesta.
            Creo conocer la que sería la respuesta de John Campbell, si no hubiera muerto en el año en que los fundadores del libertarismo rompieron con el conservadurismo. Sé qué era Robert Heinlein. Ellos harían lo mismo que yo, dirían un resonante sí… que hay una conexión, y la conexión es a la vez profunda e intrínseca. Pero la historia cultural está alfombrada con los cadáveres de fanáticos que intentaron sumir el arte a la ideología con sombríos argumentos, sólo para ser expuestos como tontos cuando el arte se volvió obsoleto antes que la ideología o (más a menudo) viceversa.
            Sin embargo, en lo que queda de este ensayo intentaré demostrar este punto. Mi argumentación se centrará en las implicaciones de un concepto mejor conocido desde la Primera Enmienda: el “mercado de las ideas”. Voy a exponer específicamente sobre las características de la ciencia-ficción dura, los prototipos de la categoría radial de la ciencia-ficción. Usaré esta argumentación para tratar de iluminar los valores centrales de la ciencia-ficción como literatura, y para explicar el gran patrón histórico de las revoluciones fracasadas contra el modelo campbelliano.
            La ciencia-ficción, como literatura, abraza la posibilidad de transformaciones radicales de la condición humana obtenidas a través del conocimiento. La inmortalidad tecnológica, los viajes a las estrellas, la ciborgización y otros tropos característicos de la ciencia-ficción están ubicados dentro del universo conocible, uno en el cual la investigación científica es a la vez la precondición y el principal instrumento para crear nuevos futuros.
            La ciencia-ficción es, en términos generales, optimista acerca de estos futuros. Esto es por la simple razón de que la ciencia-ficción es ficción adquirida con los presupuestos de la gente destinados a entretenimiento, y la gente, en general, prefiere los finales felices a los tristes. Pero aún cuando la ciencia-ficción no es optimista, sus distopías y fábulas tienden a sostener el poder de las elecciones razonadas efectuadas en un universo cognoscible; nos dicen que no es por el azar o el capricho de dioses enojados que fallamos, sino por nuestro fracaso para ser inteligentes, nuestro fracaso para usar el poder de la razón, la ciencia y la ingeniería con prudencia.
            En el fondo, la suposición central de la ciencia-ficción es que la ciencia aplicada es nuestra mejor esperanza de trascender las mayores tragedias y los menores fastidios que todos heredamos. Incluso cuando los científicos y los ingenieros no son los héroes visibles del relato, son los héroes invisibles que permiten que la historia sea posible en teoría, son los creadores de la posibilidad, la gente que libera el futuro para que se convierta en un lugar distinto del presente.
            La ciencia-ficción satisface y estimula a la vez una suerte de deseo por algo posiblemente compuesto de simple escapismo y un placer intelectualmente complejo de anticipar el futuro. Los lectores y escritores de ciencia-ficción quieren creer que el futuro puede ser no sólo diferente sino diferente en muchas, muchas formas extrañas y maravillosas, y que vale la pena explorarlas a todas.
            Todos los rasgos (abrazar la transformación radical, el optimismo, la ciencia aplicada como nuestra mejor esperanza, el anhelo de posibilidades) son características débiles de la ciencia-ficción en general, pero son características poderosas de la ciencia-ficción dura. Están fuertemente enlazadas, según la terminología de las categorías radiales.
            Por lo tanto, la ciencia-ficción dura tiene una predisposición hacia valorar los rasgos humanos y las condiciones sociales que mejor respaldan la investigación científica y permiten, como consecuencia, los cambios transformadores, tanto en individuos como en sociedades. También valora el equilibrio social que permite a los individuos una mayor escala para elegir, para satisfacer ese anhelo de posibilidades. Y es aquí donde comenzamos a obtener los primeros indicios de que los rasgos fuertemente relacionados de la ciencia-ficción implican una postura política, porque no todas las condiciones políticas son igualmente favorables para la investigación científica y los cambios que puede aparejar. Ni para la elección individual.
            El poder para suprimir la investigación libre, para limitar las elecciones y frustrar la creatividad subversiva de los individuos, es el poder para estrangular los brillantes futuros trascendentes de la ciencia-ficción optimista. Los tiranos, las sociedades estáticas y las élites del poder temen el cambio por sobre todo: su tendencia natural es suprimir la ciencia, o buscar distorsionarla con fines ideológicos (como, por ejemplo, hizo Stalin con el lysenkoismo). En las narrativas en el núcleo de la ciencia-ficción, el poder político es el enemigo natural del futuro.           
            Los aficionados y escritores de la ciencia-ficción siempre han comprendido esto de manera instintiva. Por eso la larga celebración del género del individualista antipolítico; por eso su afición por el voluntarismo y los mercados por sobre la acción estatal, y por argumentos en los cuales el gran avance científico y la economía de libre empresa se combinan sin costuras (como la arquetípica novela de Heinlein, El hombre que vendió la luna, de 1951). Estas posturas no son accidentes históricos, son imperativos estructurales que son seguidos por el anhelo de que sean posibles. Las modas ideológicas van y vienen, y el campo inevitablemente se descubre a sí mismo como una literatura de la libertad.
            Este análisis debería alejar permanentemente la noción de que la ciencia-ficción dura es una literatura conservadora. Es, en realidad, profunda y fundamentalmente radical, la literatura que celebra no solamente la ciencia y la tecnología sino el cambio social conducido tecnológicamente como una revolución permanente, como el definitivo y más inexorable enemigo de todas las relaciones de poder establecidas en cualquier lugar.
            Más temprano, cité los siguientes rasgos de la tradición de la ciencia-ficción libertaria: un
John W. Campbell
individualismo terco e insistente, veneración del hombre competente, desconfianza instintiva de la ingeniería social coactiva y un objetivismo indoblegable que valora el conocimiento de cómo funcionan las cosas y trata toda ideologización política como sospechosa. Ahora todo debería ser explicable con facilidad. Éstas son las características que señalan a los enemigos de los enemigos del futuro.
            Los partisanos de la “ciencia-ficción dura radical”, como los de las tempranas revoluciones fallidas, son así víctimas de un error de categoría, una incapacidad para ver más allá de sus propios mapas ideológicos. Al encajar al libertarismo nativo de la ciencia-ficción en una caja rotulada “de derecha” o “conservadora” se condenan a malentender los imperativos más profundos del género.
            Al comprender estos imperativos, por otro lado, podemos explicar la serie de revoluciones fallidas contra el modelo campbelliano, el patrón más grande en la historia de la ciencia-ficción moderna. También podemos predecir dos cosas importantes sobre el futuro de la ciencia-ficción misma.
            Una: las personas cuya filosofía política básica es rotundamente incompatible con el libertarismo seguirán sintiendo que la corriente principal de la ciencia-ficción es un lugar incómodo. Por lo tanto, continuarán las esporádicas revueltas ideológicas contra el modelo campbelliano de ciencia-ficción, probablemente al promedio establecido de una por década. Los futurianos, la New Wave, los ciberpunks y la “ciencia-ficción dura radical” no fueron el final de esa historia, porque las cuestiones políticas más importantes que motivaron estas insurrecciones todavía no fueron resueltas.
            Dos: todas estas revueltas fracasarán de la misma forma. El género las absorberá o volverá rutinarios sus rasgos literarios y descartará sus agendas políticas. Y la ciencia-ficción seguirá dejando perplejos a los observadores que confunden su ADN antipolítico con conservadurismo mientras les pasa desapercibido su radicalismo subyacente.


Tit. orig.: A Political History of Sf
© 2007 Eric S. Raymond. Publicado con autorización del autor
Traducido por Luis Pestarini

Publicado en Cuásar 50/51

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