Enrique Méndez Calzada fue un argentino-español que nació en General
Belgrano, pueblo de la provincia de Buenos Aires, en 1898, en el seno de una
familia española. Pasó su infancia en Oviedo, regresando a Argentina después de
la adolescencia. Periodista y escritor, fue frecuente colaborador de La Nación, El Hogar, Caras y Caretas,
y Nosotros, y murió joven en París,
donde pasó los últimos diez años de su vida, en 1940. Esencialmente humorista y
poeta, de la decena de libros que publicó en vida, se le prestó especial
atención a sus “proemas”, combinación de narración, poesía y aforismos, pero
pasaron desapercibidos sus cuentos, parábolas y fábulas.
Su anteúltimo libro, Abdicación
de Jehová y otras patrañas (1929) incursiona reiteradamente en el ámbito de
la ciencia ficción y la fantasía. Gran parte de las fábulas y relatos que
componen el volumen se desarrollan en el futuro. “La isla del último borracho”,
por ejemplo, transcurre en el año 2000 de la era Lenin y sus dos páginas y media
son una parodia de los efectos de la Ley Seca. “Triste historia del Papa
Inocencio Veintinueve” es una parábola sobre la pompa de la Iglesia Católica,
ambientada en el siglo XXV. En “El labrador afortunado”, un agricultor descubre
que sus plantas ofrecen rubíes, pepitas de oro y otras gemas, tras lo cual le
revelan que su campo está sobre el cementerio de una ciudad destruida por
sucesivos cataclismos: un terremoto, un incendio gigantesco y una inundación.
Sabemos que esa ciudad es Buenos Aires y que estamos en el siglo XL, pero la
historia deriva hacia reflexiones moralistas. Hay otras historias, como la que
da título al libro (donde se cuenta porqué Jehová abandonó a los hombres) o
“Curiosa y ejemplar historia de la favorita Dyemileh y de Ahmed el gabal”, que
ingresan en el terreno de lo fantástico, siempre con fines aleccionadores, pero
no emplean ningún elemento de la ciencia ficción.
Son merecedores de mayor atención dos relatos. El primero de ellos es “La sublevación de las máquinas”: estamos en el siglo XXVI y la automatización —como se preveía en la década del veinte del siglo pasado— alcanzó el absurdo. Hay máquinas para saludar, para fabricar naranjas y para anudar la corbata. No falta la ironía: el mismo inventor de la máquina de fabricar tortillas es el que inventó la de fabricar sonetos. Un día, las máquinas dejan de hacer aquello para lo que fueron creadas: los ascensores suben en lugar de bajar, las máquinas de coser se niegan a hacerlo. Cuando sospechamos que el cuento es un antecedente directo de “Pero ¿quién puede reemplazar al hombre” de Brian Aldiss, aparece en escena Jehová y un juicio celestial de hombres contra máquinas: unas se quejan del abuso al que se ven sometidas y los otros de holgazanería perniciosa. Finalmente el hombre es condenado a llevar adelante una vida pastoral durante un siglo mientras que las máquinas deberán permanecer en paciente inactividad por revelarse contra su creador. Marginalmente se echa a mano de un curioso recurso ilustrativo: hay un par de anotaciones explicativas de un historiador del siglo XXXIV.
En “Neurasténicos del dos mil”, Méndez Calzada elude toda intervención
fantástica aunque no escapa a los límites de la fábula moral. Con unos escasos
toques —el cuento tiene sólo diez páginas—retrata la sociedad del siglo XXI.
Nuevamente, como en “La sublevación de las máquinas”, es cuestionado el
progreso mecánico como deshumanizante (un concepto frecuente en la época) y se
postula una reacción para enfrentar esta “neurastenia”: las comunidades
pro-lentitud para la desaceleración del ritmo social y el regreso a la
naturaleza. La segunda mitad del cuento se centra en Sidney Frog, un
multimillonario excéntrico que construye un artificio a medio camino entre una
muñeca y un robot, con el fin de servir de compañía. “Neurasténicos del dos
mil” es un genuino relato de ciencia ficción en el sentido moderno: el autor
presenta una visión extrapolada de lo que sería el siglo XXI si todo sigue así, aunque no evita la
moralina desaforada ni cierta torpeza en la construcción de la historia, menos
visible en sus otros relatos.
A pesar de ser amigo íntimo de Fernández Moreno y de publicar
recurrentemente en medios prestigiosos en las décadas del veinte y del treinta
del siglo pasado, Méndez Calzada fue un personaje menor de la generación que
tuvo a Borges como figura estelar. Hoy, su poesía apenas figura
circunstancialmente en alguna antología mientras que sus relatos, tal vez por
su excluyente misión como marco para predicciones a menudo reaccionarias, han
caído en el olvido. Sin embargo, tienen cierto mérito: en 1929, cuando apareció
este libro, Hugo Gernsback usaba por primera vez el término “science fiction”,
faltaba más de una década para la publicación de La invención de Morel y apenas se podía contar con el marco popular
que establecieron las novelas de Wells. La comunidad literaria argentina estaba
sumergida en la ficticia controversia Florida-Boedo y no era muy permeable a
extrañas proyecciones de invenciones futuras, por eso el valor de este puñado
de relatos que merecen una página en la historia de la ciencia ficción
argentina.
Publicado originalmente en Cuásar n° 29, en noviembre de 1997.
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