jueves, 28 de abril de 2022

Antiutopías mexicanas, por Miguel Ángel Fernández Delgado


Escritor, abogado e historiador mexicano, nacido en 1967. Además de sus estudios de leyes y su posgrado en historia, es especialista en la historia de la ciencia ficción, en particular en su país. Es compilador de Visiones periféricas: antología de la ciencia ficción mexicana (2001) y autor del ensayo breve Tecnología y ciencia ficción: engranajes ficticios para máquinas irreales aunque no imposibles (2012).

Para los autores de la primera mitad del siglo XX, la principal amenaza de las sociedades urbanas del futuro era una individualidad en continuo proceso de desvanecimiento que daría paso a la masa, y a un ser humano que estaría solo entre una multitud de personas también solitarias. El amor y los nobles sentimientos, de no haberse extinguidos estarían prohibidos, porque estimularlos supondría exaltar una individualidad en camino a la desaparición. Así serían destruidas las redes sociales del pasado y los múltiples vínculos colectivos, en selvas y pantanos de asfalto que reflejarían con fidelidad el abatimiento general de ciudadanos-estadísticas en camino a convertirse en piezas sustituibles de una maquinaria que jamás descansa. El producto de su trabajo serviría para satisfacer los intereses de la oligarquía en poder de un régimen totalitarios que responde al nombre de Gran Hermano, el Auditorio y otros similares, los cuales regirían a individuos condicionados desde la infancia, utilizarían a oficiales disfrazados de bomberos que incendian la letra impresa o que recogen en las calles a quienes se han dado por vencidos para ser convertidos en galletas que reparte gratuitamente el gobierno. No estaban lejos de la realidad. Como afirma Carlo Frabetti: “nuestra propia sociedad es tan aberrante que cada vez se hace más difícil distinguir entre antiutopía y narrativa costumbrista”. Basta con que recordemos que algunos políticos y los medios masivos de comunicación de ciertas naciones quieren hacernos creer, como ocurre en la novela 1984, que la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, y la ignorancia la fuerza.

¿Por qué surgieron y han sido más comunes las antiutopías que las utopías en el último siglo? ¿Podemos decir que el destino nos ha alcanzado?

No es posible hablar de antiutopías sin definir primero el género que les dio origen. La utopía literaria es un relato en el que figura descrita una comunidad, organizada según ciertos principios políticos, económicos y morales que restituyen la complejidad de la vida social, situada en un espacio real o imaginario o también en el tiempo, o que aparece descrita al final de un viaje imaginario, verosímil o no.

Las utopías, de las que ya existían esbozos en la antigua Grecia pero que se definieron plenamente en el Renacimiento según el modelo de la Utopía (1516) de Tomás Moro, son verdaderas extrapolaciones políticas, morales, científicas, culturales y económicas, que han sido absorbidas por la moderna ciencia ficción. Mientras que sus primeras manifestaciones demuestran gran fe en el progreso (moral y material), en el siglo XX aparecieron sus contrapartes antiutópicas.

Mientras el término utopía proviene de las palabras griegas ou y topos que significan, según traducción de Francisco de Quevedo, “no hay tal lugar”, su contraparte antiutópica proviene también del prefijo griego dis, que significa anomalía o dificultad, y de topos, lugar, es decir, el peor lugar. Pero, como reverso de la utopía, también debe ser un lugar creado por el ser humano, no por la naturaleza, la intervención divina ni por alguna catástrofe. 

Un poco de historia distópica

En su monumental recuento bibliográfico, I. F. Clarke menciona un folleto inglés sin título de 1644, como el antecedente más remoto de distopía, donde un autor desconocido reflejaba las terribles consecuencias que traería consigo la restauración de la monarquía en Inglaterra.

En el siglo XIX, se publicaron en el mismo año (1879) un par de distopías: Los quinientos millones de la princesa, de Julio Verne, sobre las ciudades rivales de Franceville, pacífica y en pro de la investigación científica, y Stalhstadt, belicosa y proclive solamente al desarrollo de nuevas armas. Echomenon, o la República del Materialismo, del neozelandés H. C. Marriott –Watson, critica la ideología egoísta de la época. La obra de Verne es también una crítica al carácter expansionista y bélico del estado prusiano.

H. G. Wells escribió un par de distopías: “Una historia de los días por venir” (1897) y Cuando el durmiente despierte (1899). En la primera ya teme el advenimiento de una gran guerra que pondría de cabeza el orden establecido. La segunda se inscribe dentro de las distopías que prevén la disyuntiva entre socialismo y capitalismo. En Cuando el durmiente despierte, un personaje del siglo XIX que queda en animación suspendida hasta principios del siglo XXI, despierta en un mundo altamente mecanizado para convertirse en líder de una revolución en contra el régimen capitalista. Otra conocida distopía en este sentido es El talón de hierro (1907), de Jack London. Sin embargo, las distopías contra los proyectos socialistas han sido más numerosas.

Pero la filiación al socialismo o el capitalismo no cambia el panorama social y político trazado por los autores: la opresión de la mayoría por una minoría gobernante, la cual somete a los gobernados a estrictas reglas sociales que casi siempre terminan por inmiscuirse en los aspectos más íntimos de la vida privada. Brian Stableford opina que fue H. G. Wells y su obra Los primeros hombres en la Luna (1901) la que sugirió a los creadores de distopías el modelo de sociedad inspirado en la vida de las hormigas. Tampoco hay que olvidar un par de obras de otros géneros que utilizaron el mismo símil: la obra teatral R. U. R. (1920) de Karel Capek, y la película Metrópolis (1926) de Fritz Lang.

Otros autores sugieren que la verdadera amenaza distópica a las sociedades modernas es el automatismo, entendido como la imposición de los intereses colectivos sobre los individuales, sea cual sea la filosofía política a defender. El ejemplo más logrado y representativo de estas inquietudes es Nosotros (1920), del ruso Yevgueni Zamiatin, que Ursula K. Le Guin consideró la mejor novela de ciencia ficción de todos los tiempos.

Podemos mencionar las distopías más conocidas entre las décadas de 1920 y 1950, además de Nosotros: 1984 (1949) de George Orwell, Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury, Limbo (1952) de Bernard Wolfe, y Mercaderes del espacio (1953) de Frederik Pohl y C. M. Kornbluth.

A partir de las décadas de 1960 y 1970, el temor más recurrente en las distopías ha sido la explosión demográfica y la contaminación ambiental. Entre las obras más representativas del período se encuentran ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (1966) de Harry Harrison —llevada al cine, con muchas licencias, bajo el título de Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973)—, Todos sobre Zanzíbar (1968) de John Brunner, 334 (1972) de Thomas Disch y El cuento de la criada (1985) de Margaret Atwood.

Después de la década de 1980 prácticamente toda la ciencia ficción que imagina sociedades en el porvenir cercano dan por hecho que una catástrofe ecológica será inevitable y será un factor determinante de todo nuestro entorno. Entre los múltiples títulos de los últimos años destaca la novela Tierra (1990) de David Brin.

Utopías y distopías en México

Las primeras utopías mexicanas nace como instrumento ideológico dentro del conflicto entre conservadores y liberales. El conservador José María Roa Bárcena publica La quinta modelo (1856), en la que su protagonista, una pequeña república democrática, no mide el riesgo de adoptar en forma irrestricta los ideales de la Ilustración y la estructura política de los Estados Unidos. Como respuesta, el liberal Nicolás Pizarro imagina la utópica sociedad de Nueva Filadelfia, cuyos pormenores desarrolla en su extensa novela El monedero (1861). Su objetivo es demostrar que la armonía social y la cooperación en busca del progreso colectivo es posible si se le concede educación a los indígenas y se alienta la presencia de sacerdotes con ideas progresistas. En concierto con esta tesis, Ignacio Manuel Altamirano desarrolla La navidad en las montañas (1871).

También el ingeniero inventor Juan Nepomuceno Adorno incursionó en las creaciones utópicas cuando decidió agregar un apéndice narrativo a su obra filosófica La armonía del universo (1862), titulado “El remoto porvenir”. El panorama que ofrece —un mundo completamente reformado gracias al progreso científico y tecnológico— no tiene ninguna originalidad, pues está claramente inspirado, sin darle ningún crédito, en los escritos de Charles Fourier.

A comienzos del siglo XX aparece Eugenia: esbozo novelesco de costumbres futuras (1919), del médico psiquiatra yucateco Eduardo Urzaiz Rodríguez, quien celebraba dos revoluciones, la rusa y la mexicana, además del gobierno de Carlos Castro Morales, un incondicional del general socialista Salvador Alvarado, quien entre 1914 y 1917 realizó numerosas transformaciones sociales, dio un papel importante a la mujer y fortaleció al Partido Socialista de Yucatán.


Pocos años después, un protagonista de la Revolución Mexicana, Félix F. Palavicini se plantea, como en el siglo anterior hiciera Roa Bárcena, los posibles giros que daría la política nacional en ¡Castigo!: novela mexicana de 1945 (1926), e imagina la desgracia que implicarían los Estados Soviéticos Mexicanos y también una república su siguiera puntualmente al vecino del norte. Lo más adecuado sería, en su opinión, buscar un modelo de acuerdo con nuestros propios intereses e ideales.

El cine nacional también sufrió muy temprano la tentación utópica. El sexo fuerte (1945), dirigida por Emilio Gómez Muriel, trata sobre un par de náufragos que llegan a una ciudad gobernada por mujeres, donde los hombres desempeñan el papel de las mujeres en nuestras sociedades. En una obvia proyección del machismo, los galanes acaban conquistando a todas las mujeres, y creando una especie de comisión de “reeducación” para que se comporten y ocupen las labores “propias” de su género.

Una de las distopías mexicanas más interesantes aparece durante el emblemático 1968, El último reducto: memorias de un hombre del año 4999, de Juan Aroca Sanz. En el siglo L, la Tierra es gobernada por un grupo de seres asexuados que controlan artificialmente la reproducción de hombres y mujeres. Las siguientes líneas, muestra evidente del estado mental de la juventud de entonces, resumen mejor que mis descripciones su argumento: “Cualquier robot de mala muerte puede predecir con exactitud matemática qué será lo que piense cada uno de nosotros una hora cualquiera de un año cualquiera. Y tan es esto cierto, que los radadetectores cerebrales no tardarán en desaparecer en las esquinas porque hace ya siglos que no detectan nada digno de ser destruido. Es decir, nada realmente digno de ser conservado”. Edmundo Domínguez Aragonés recreó el mismo ambiente en Argón 18 inicia (1971), y Paco Ignacio Taibo II, una alegoría de la guerra sucia en sus “Llamaradas para fechas vacías” (Nueva Dimensión 105, oct, 1978).

Otra distopía que refleja el trauma de 1968, aunque en tono satírico, es Nueva utopía (y los guerrilleros) (1973), de René Avilés Fábila y otros autores, sobre un régimen que propiamente un antisistema sociopolítico y económico constituido por elementos estructurales represivos y negativos.

El día que perdió el PRI (1976) es la novela en la que Armando Ayala Anguiano imagina que, en la campaña de 1987, el candidato panista Francisco I. Zapata derrota al PRI, bajo el siguiente lema de campaña: “confiscación inmediata de las fortunas de los políticos enriquecidos en sus cargos”.

Una utopía feminista —y casi new ageCómo acabó la Tierra (1980) de A. Alatorre T., y Destruyan a Armonía (1982) de Juan Guerrero Zorrilla, acerca de una sociedad donde la regla son los trabajos cambiantes, reflejan el optimismo de finales de la década de 1970.


En la película México 2000, dirigida por Rogelio A. González Jr., Héctor Lechuga y Chucho Salinas dibujaron con dos décadas de anticipación lo que sería México al entrar al nuevo milenio: un país libre de corrupción y malos políticos, donde todos velan exclusivamente por el beneficio del país. Por medio de recursos de continuos y jocosos flashbacks, los mexicanos del futuro recuerdan como fueron los tiempos en que las cosas eran al revés.

En las primeras líneas de Cristóbal Nonato (1987), de Carlos Fuentes, los protagonistas expresan lo que parece ser el destino manifiesto de los mexicanos: “—En México nos va mal”. Y el otro precisa: “—Eso es una tautología. México es para que nos vaya mal.” La acción narrativa se desarrolla en nuestro país luego del desastre de 1990 —una lluvia ácida y negra que devastó la capital—; situación que no evita que el gobierno continúe promoviendo la industrialización, como se lee en el slogan: “México industrialízate: vivirás menos pero vivirás mejor”.

Otros autores sugieren que la geografía mexicana cambiará en el futuro cercano. En Al norte del milenio (1989) Gerardo Cornejo desarrolla, entre otros asuntos, las secuelas de la venta del norte de México a los Estados Unidos. El presidente Lemus (1993) de Daniel S. Cárdenas, cuenta la historia de los estados norteños que se han independizado mientras las fuerzas transnacionales vigilan que se apliquen los controles demográficos: esterilización obligatoria después del segundo hijo y muerte a los mayores de cincuenta años.

En el porvenir remoto, una civilización extraterrestre decide visitar la Tierra y hacer un estudio de campo en la isla donde viven Los imecas (1995), título de la novela de Mauricio García Sainz. Pronto se dan cuenta de que la isla es la última reminiscencia del antiguo territorio mexicano, y que los imecas no solamente han perdido por ineptitud su ancestral espacio geográfico, sino que han involucionado en todos los sentidos para volver a ser una especie de sociedad de la época colonial.


Otra suerte de reducción geográfica del mapa nacional tiene lugar en El dedo de oro (1996) de Guillermo Sheridan. Después de la debacle económica de 2002, un gobierno interino convoca a un congreso constituyente que propone la desaparición del PRI, el cual se transforma en el Partido Evolucionario Definitivo (PED). El poder de facto quedó en manos del principal cacique nacional, un ciborg u organismo cibernético que prolonga la vida de Hugo Atenor Fierro Ferráez (alias Fidel Velázquez). La ciudad de México está cubierta por una nube de contaminación en la que han llegado a gestarse “variedades inusitadas de hongos y lamas aéreas que se entretejían en un estado semisólido de jardín nauseabundo”; por lo mismo, hay enormes rascacielos que sirven de vivienda para los magnates, mientras que los pobres, que son la mayoría, viven en la penumbra.

Temas similares al control estatal que iniciaron Nosotros y 1984 son explorados en Oniria (1989) de Arnulfo Rubio, donde los pobres se venden a corporaciones para ser esclavos de facto, y Los amantes de la nueva metrópolis (1992) de Alberto Zuckerman.

Nos enseñan el negro futuro de la capital mexicana ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1995) de Homero Aridjis, y Barrio viejo: balada de Elsinor la Trebolera (1998) de Jorge Anaya. Esta imagina a la ciudad de México dividida entre los intereses aliados de tecnócratas y religiosos, y una mayoría de capitalinos que sobreviven al margen de centros comerciales y vías rápidas de dos o tres pisos.

Entre las distopías más recientes está La silla del águila (2003) de Carlos Fuentes, cuya acción transcurre en el año 2020. México ha sido sancionado a perder las comunicaciones por vía electrónica por oponerse a la invasión estadounidense de Colombia, situación que los dirigentes nacionales aprovechan para intercambiar epístolas que reflejan la podredumbre de la clase política.

Quizá porque la realidad de los últimos años ya es de por sí deprimente como para reflejarla todavía en producciones cinematográficas, la única película nacional de tema distópico ha sido Utopía 7 (1995) del director Leopoldo Laborde.

Hasta aquí este recuento de los peores escenarios nacionales. Como podemos ver, México no escapa a la regla de las creaciones imaginativas de otros países, pues las utopías se escriben en épocas de prosperidad y de grandes expectativas. Después de 1982 ya no se ha publicado ninguna.

Según Kingsley Amis, la distopía es la principal aportación de la ciencia ficción a la literatura del siglo XX. Según Rafael Lara, “ni siquiera en las antiutopías más pesimistas se cierran todas las puertas a la esperanza”. La construcción de estas negras visiones del futuro, no son sino una severa crítica a nuestro presente, lo cual sirve para estimular otras posibilidades. Esperemos que ésta sea la aportación de la ciencia ficción mexicana y las utopías a nuestro presente.

© 2009 del autor   

 

Bibliografía

Frabetti, Carlo. “El fraude (ideológico” de la antiutopía cinematográfica”. En: Nueva Dimensión. N° 80 (ago. 1976), p. 132.

Lara, Rafael. “1984 en el año 2000: utopía y antiutopía al final del milenio.” En: BEM: ciencia ficción y fantasía, n° 60 (dic. 1997-enero 1998), pp. 20-21.

Millán, María del Carmen. “Dos utopías”. En: Historia mexicana, n° 26 (oct-dic. 1957), pp. 187-206.

Trousson, Raymond. Historia de la literatura utópica: viajes a países inexistentes. Barcelona Península, 1995.

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