Escritor, abogado e historiador mexicano, nacido en 1967. Además de sus estudios de leyes y su posgrado en historia, es especialista en la historia de la ciencia ficción, en particular en su país. Es compilador de Visiones periféricas: antología de la ciencia ficción mexicana (2001) y autor del ensayo breve Tecnología y ciencia ficción: engranajes ficticios para máquinas irreales aunque no imposibles (2012).
Para los autores de la
primera mitad del siglo XX, la principal amenaza de las sociedades urbanas del
futuro era una individualidad en continuo proceso de desvanecimiento que daría
paso a la masa, y a un ser humano que estaría solo entre una multitud de
personas también solitarias. El amor y los nobles sentimientos, de no haberse
extinguidos estarían prohibidos, porque estimularlos supondría exaltar una
individualidad en camino a la desaparición. Así serían destruidas las redes
sociales del pasado y los múltiples vínculos colectivos, en selvas y pantanos
de asfalto que reflejarían con fidelidad el abatimiento general de
ciudadanos-estadísticas en camino a convertirse en piezas sustituibles de una
maquinaria que jamás descansa. El producto de su trabajo serviría para
satisfacer los intereses de la oligarquía en poder de un régimen totalitarios
que responde al nombre de Gran Hermano, el Auditorio y otros similares, los
cuales regirían a individuos condicionados desde la infancia, utilizarían a
oficiales disfrazados de bomberos que incendian la letra impresa o que recogen
en las calles a quienes se han dado por vencidos para ser convertidos en
galletas que reparte gratuitamente el gobierno. No estaban lejos de la
realidad. Como afirma Carlo Frabetti: “nuestra propia sociedad es tan aberrante
que cada vez se hace más difícil distinguir entre antiutopía y narrativa
costumbrista”. Basta con que recordemos que algunos políticos y los medios
masivos de comunicación de ciertas naciones quieren hacernos creer, como ocurre
en la novela 1984, que la guerra es
la paz, la libertad es la esclavitud, y la ignorancia la fuerza.
¿Por qué surgieron y han
sido más comunes las antiutopías que las utopías en el último siglo? ¿Podemos
decir que el destino nos ha alcanzado?
No es posible hablar de
antiutopías sin definir primero el género que les dio origen. La utopía
literaria es un relato en el que figura descrita una comunidad, organizada
según ciertos principios políticos, económicos y morales que restituyen la
complejidad de la vida social, situada en un espacio real o imaginario o
también en el tiempo, o que aparece descrita al final de un viaje imaginario,
verosímil o no.
Las utopías, de las que
ya existían esbozos en la antigua Grecia pero que se definieron plenamente en
el Renacimiento según el modelo de la Utopía
(1516) de Tomás Moro, son verdaderas extrapolaciones políticas, morales,
científicas, culturales y económicas, que han sido absorbidas por la moderna
ciencia ficción. Mientras que sus primeras manifestaciones demuestran gran fe
en el progreso (moral y material), en el siglo XX aparecieron sus contrapartes
antiutópicas.
Mientras el término
utopía proviene de las palabras griegas ou
y topos que significan, según
traducción de Francisco de Quevedo, “no hay tal lugar”, su contraparte
antiutópica proviene también del prefijo griego dis, que significa anomalía o dificultad, y de topos, lugar, es decir, el peor lugar. Pero, como reverso de la
utopía, también debe ser un lugar creado por el ser humano, no por la
naturaleza, la intervención divina ni por alguna catástrofe.
Un
poco de historia distópica
En su monumental
recuento bibliográfico, I. F. Clarke menciona un folleto inglés sin título de
1644, como el antecedente más remoto de distopía, donde un autor desconocido
reflejaba las terribles consecuencias que traería consigo la restauración de la
monarquía en Inglaterra.
En el siglo XIX, se
publicaron en el mismo año (1879) un par de distopías: Los quinientos millones de la princesa, de Julio Verne, sobre las
ciudades rivales de Franceville, pacífica y en pro de la investigación
científica, y Stalhstadt, belicosa y proclive solamente al desarrollo de nuevas
armas. Echomenon, o la República del
Materialismo, del neozelandés H. C. Marriott –Watson, critica la ideología
egoísta de la época. La obra de Verne es también una crítica al carácter
expansionista y bélico del estado prusiano.
H. G. Wells escribió un
par de distopías: “Una historia de los días por venir” (1897) y Cuando el durmiente despierte (1899). En
la primera ya teme el advenimiento de una gran guerra que pondría de cabeza el
orden establecido. La segunda se inscribe dentro de las distopías que prevén la
disyuntiva entre socialismo y capitalismo. En Cuando el durmiente despierte, un personaje del siglo XIX que queda
en animación suspendida hasta principios del siglo XXI, despierta en un mundo
altamente mecanizado para convertirse en líder de una revolución en contra el
régimen capitalista. Otra conocida distopía en este sentido es El talón de hierro (1907), de Jack
London. Sin embargo, las distopías contra los proyectos socialistas han sido
más numerosas.
Pero la filiación al
socialismo o el capitalismo no cambia el panorama social y político trazado por
los autores: la opresión de la mayoría por una minoría gobernante, la cual
somete a los gobernados a estrictas reglas sociales que casi siempre terminan
por inmiscuirse en los aspectos más íntimos de la vida privada. Brian
Stableford opina que fue H. G. Wells y su obra Los primeros hombres en la Luna (1901) la que sugirió a los
creadores de distopías el modelo de sociedad inspirado en la vida de las
hormigas. Tampoco hay que olvidar un par de obras de otros géneros que
utilizaron el mismo símil: la obra teatral R.
U. R. (1920) de Karel Capek, y la película Metrópolis (1926) de Fritz Lang.
Otros autores sugieren
que la verdadera amenaza distópica a las sociedades modernas es el automatismo,
entendido como la imposición de los intereses colectivos sobre los
individuales, sea cual sea la filosofía política a defender. El ejemplo más
logrado y representativo de estas inquietudes es Nosotros (1920), del ruso Yevgueni Zamiatin, que Ursula K. Le Guin
consideró la mejor novela de ciencia ficción de todos los tiempos.
Podemos mencionar las
distopías más conocidas entre las décadas de 1920 y 1950, además de Nosotros: 1984 (1949) de George Orwell, Un
mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, Fahrenheit
451 (1953) de Ray Bradbury, Limbo (1952)
de Bernard Wolfe, y Mercaderes del
espacio (1953) de Frederik Pohl y C. M. Kornbluth.
A partir de las décadas
de 1960 y 1970, el temor más recurrente en las distopías ha sido la explosión
demográfica y la contaminación ambiental. Entre las obras más representativas
del período se encuentran ¡Hagan sitio!
¡Hagan sitio! (1966) de Harry Harrison —llevada al cine, con muchas
licencias, bajo el título de Cuando el
destino nos alcance (Soylent Green, 1973)—, Todos sobre Zanzíbar (1968) de John Brunner, 334 (1972) de Thomas Disch y El
cuento de la criada (1985) de Margaret Atwood.
Después de la década de
1980 prácticamente toda la ciencia ficción que imagina sociedades en el
porvenir cercano dan por hecho que una catástrofe ecológica será inevitable y
será un factor determinante de todo nuestro entorno. Entre los múltiples
títulos de los últimos años destaca la novela Tierra (1990) de David Brin.
Utopías
y distopías en México
Las primeras utopías
mexicanas nace como instrumento ideológico dentro del conflicto entre
conservadores y liberales. El conservador José María Roa Bárcena publica La quinta modelo (1856), en la que su
protagonista, una pequeña república democrática, no mide el riesgo de adoptar
en forma irrestricta los ideales de la Ilustración y la estructura política de
los Estados Unidos. Como respuesta, el liberal Nicolás Pizarro imagina la
utópica sociedad de Nueva Filadelfia, cuyos pormenores desarrolla en su extensa
novela El monedero (1861). Su
objetivo es demostrar que la armonía social y la cooperación en busca del
progreso colectivo es posible si se le concede educación a los indígenas y se
alienta la presencia de sacerdotes con ideas progresistas. En concierto con
esta tesis, Ignacio Manuel Altamirano desarrolla La navidad en las montañas (1871).
También el ingeniero
inventor Juan Nepomuceno Adorno incursionó en las creaciones utópicas cuando
decidió agregar un apéndice narrativo a su obra filosófica La armonía del universo (1862), titulado “El remoto porvenir”. El
panorama que ofrece —un mundo completamente reformado gracias al progreso
científico y tecnológico— no tiene ninguna originalidad, pues está claramente
inspirado, sin darle ningún crédito, en los escritos de Charles Fourier.
A comienzos del siglo XX aparece Eugenia: esbozo novelesco de costumbres futuras (1919), del médico psiquiatra yucateco Eduardo Urzaiz Rodríguez, quien celebraba dos revoluciones, la rusa y la mexicana, además del gobierno de Carlos Castro Morales, un incondicional del general socialista Salvador Alvarado, quien entre 1914 y 1917 realizó numerosas transformaciones sociales, dio un papel importante a la mujer y fortaleció al Partido Socialista de Yucatán.
Pocos años después, un
protagonista de la Revolución Mexicana, Félix F. Palavicini se plantea, como en
el siglo anterior hiciera Roa Bárcena, los posibles giros que daría la política
nacional en ¡Castigo!: novela mexicana de
1945 (1926), e imagina la desgracia que implicarían los Estados Soviéticos
Mexicanos y también una república su siguiera puntualmente al vecino del norte.
Lo más adecuado sería, en su opinión, buscar un modelo de acuerdo con nuestros
propios intereses e ideales.
El cine nacional también
sufrió muy temprano la tentación utópica. El
sexo fuerte (1945), dirigida por Emilio Gómez Muriel, trata sobre un par de
náufragos que llegan a una ciudad gobernada por mujeres, donde los hombres
desempeñan el papel de las mujeres en nuestras sociedades. En una obvia
proyección del machismo, los galanes acaban conquistando a todas las mujeres, y
creando una especie de comisión de “reeducación” para que se comporten y ocupen
las labores “propias” de su género.
Una de las distopías
mexicanas más interesantes aparece durante el emblemático 1968, El último reducto: memorias de un hombre del
año 4999, de Juan Aroca Sanz. En el siglo L, la Tierra es gobernada por un
grupo de seres asexuados que controlan artificialmente la reproducción de
hombres y mujeres. Las siguientes líneas, muestra evidente del estado mental de
la juventud de entonces, resumen mejor que mis descripciones su argumento:
“Cualquier robot de mala muerte puede predecir con exactitud matemática qué
será lo que piense cada uno de nosotros una hora cualquiera de un año
cualquiera. Y tan es esto cierto, que los radadetectores cerebrales no tardarán
en desaparecer en las esquinas porque hace ya siglos que no detectan nada digno
de ser destruido. Es decir, nada realmente digno de ser conservado”. Edmundo
Domínguez Aragonés recreó el mismo ambiente en Argón 18 inicia (1971), y Paco Ignacio Taibo II, una alegoría de la
guerra sucia en sus “Llamaradas para
fechas vacías” (Nueva Dimensión 105,
oct, 1978).
Otra distopía que
refleja el trauma de 1968, aunque en tono satírico, es Nueva utopía (y los guerrilleros) (1973), de René Avilés Fábila y
otros autores, sobre un régimen que propiamente un antisistema sociopolítico y
económico constituido por elementos estructurales represivos y negativos.
El día que perdió el PRI (1976) es la novela en la que Armando
Ayala Anguiano imagina que, en la campaña de 1987, el candidato panista
Francisco I. Zapata derrota al PRI, bajo el siguiente lema de campaña:
“confiscación inmediata de las fortunas de los políticos enriquecidos en sus
cargos”.
Una
utopía feminista —y casi new age— Cómo acabó la Tierra (1980) de A.
Alatorre T., y Destruyan a Armonía (1982)
de Juan Guerrero Zorrilla, acerca de una sociedad donde la regla son los
trabajos cambiantes, reflejan el optimismo de finales de la década de 1970.
En la película México 2000, dirigida por Rogelio A. González Jr., Héctor Lechuga y Chucho Salinas dibujaron con dos décadas de anticipación lo que sería México al entrar al nuevo milenio: un país libre de corrupción y malos políticos, donde todos velan exclusivamente por el beneficio del país. Por medio de recursos de continuos y jocosos flashbacks, los mexicanos del futuro recuerdan como fueron los tiempos en que las cosas eran al revés.
En
las primeras líneas de Cristóbal Nonato (1987),
de Carlos Fuentes, los protagonistas expresan lo que parece ser el destino
manifiesto de los mexicanos: “—En México nos va mal”. Y el otro precisa: “—Eso
es una tautología. México es para que nos vaya mal.” La acción narrativa se
desarrolla en nuestro país luego del desastre de 1990 —una lluvia ácida y negra
que devastó la capital—; situación que no evita que el gobierno continúe
promoviendo la industrialización, como se lee en el slogan: “México
industrialízate: vivirás menos pero vivirás mejor”.
Otros
autores sugieren que la geografía mexicana cambiará en el futuro cercano. En Al norte del milenio (1989) Gerardo
Cornejo desarrolla, entre otros asuntos, las secuelas de la venta del norte de
México a los Estados Unidos. El
presidente Lemus (1993) de Daniel S. Cárdenas, cuenta la historia de los
estados norteños que se han independizado mientras las fuerzas transnacionales
vigilan que se apliquen los controles demográficos: esterilización obligatoria
después del segundo hijo y muerte a los mayores de cincuenta años.
En el porvenir remoto, una civilización extraterrestre decide visitar la Tierra y hacer un estudio de campo en la isla donde viven Los imecas (1995), título de la novela de Mauricio García Sainz. Pronto se dan cuenta de que la isla es la última reminiscencia del antiguo territorio mexicano, y que los imecas no solamente han perdido por ineptitud su ancestral espacio geográfico, sino que han involucionado en todos los sentidos para volver a ser una especie de sociedad de la época colonial.
Otra
suerte de reducción geográfica del mapa nacional tiene lugar en El dedo de oro (1996) de Guillermo
Sheridan. Después de la debacle económica de 2002, un gobierno interino convoca
a un congreso constituyente que propone la desaparición del PRI, el cual se
transforma en el Partido Evolucionario Definitivo (PED). El poder de facto quedó en manos del principal
cacique nacional, un ciborg u organismo cibernético que prolonga la vida de
Hugo Atenor Fierro Ferráez (alias Fidel Velázquez). La ciudad de México está
cubierta por una nube de contaminación en la que han llegado a gestarse
“variedades inusitadas de hongos y lamas aéreas que se entretejían en un estado
semisólido de jardín nauseabundo”; por lo mismo, hay enormes rascacielos que
sirven de vivienda para los magnates, mientras que los pobres, que son la
mayoría, viven en la penumbra.
Temas similares al
control estatal que iniciaron Nosotros y
1984 son explorados en Oniria (1989) de Arnulfo Rubio, donde
los pobres se venden a corporaciones para ser esclavos de facto, y Los amantes de la
nueva metrópolis (1992) de Alberto Zuckerman.
Nos enseñan el negro
futuro de la capital mexicana ¿En quién
piensas cuando haces el amor? (1995) de Homero Aridjis, y Barrio viejo: balada de Elsinor la Trebolera
(1998) de Jorge Anaya. Esta imagina a la ciudad de México dividida entre
los intereses aliados de tecnócratas y religiosos, y una mayoría de capitalinos
que sobreviven al margen de centros comerciales y vías rápidas de dos o tres
pisos.
Entre las distopías más
recientes está La silla del águila (2003)
de Carlos Fuentes, cuya acción transcurre en el año 2020. México ha sido
sancionado a perder las comunicaciones por vía electrónica por oponerse a la
invasión estadounidense de Colombia, situación que los dirigentes nacionales
aprovechan para intercambiar epístolas que reflejan la podredumbre de la clase
política.
Quizá porque la realidad
de los últimos años ya es de por sí deprimente como para reflejarla todavía en
producciones cinematográficas, la única película nacional de tema distópico ha
sido Utopía 7 (1995) del director
Leopoldo Laborde.
Hasta aquí este recuento
de los peores escenarios nacionales. Como podemos ver, México no escapa a la
regla de las creaciones imaginativas de otros países, pues las utopías se
escriben en épocas de prosperidad y de grandes expectativas. Después de 1982 ya
no se ha publicado ninguna.
Según Kingsley Amis, la
distopía es la principal aportación de la ciencia ficción a la literatura del
siglo XX. Según Rafael Lara, “ni siquiera en las antiutopías más pesimistas se
cierran todas las puertas a la esperanza”. La construcción de estas negras
visiones del futuro, no son sino una severa crítica a nuestro presente, lo cual
sirve para estimular otras posibilidades. Esperemos que ésta sea la aportación
de la ciencia ficción mexicana y las utopías a nuestro presente.
©
2009 del autor
Bibliografía
Frabetti, Carlo. “El
fraude (ideológico” de la antiutopía cinematográfica”. En: Nueva Dimensión. N° 80 (ago. 1976), p. 132.
Lara, Rafael. “1984 en
el año 2000: utopía y antiutopía al final del milenio.” En: BEM: ciencia ficción y fantasía, n° 60
(dic. 1997-enero 1998), pp. 20-21.
Millán, María del
Carmen. “Dos utopías”. En: Historia
mexicana, n° 26 (oct-dic. 1957), pp. 187-206.
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