Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1878-Buenos Aires, 1937) participa del mismo linaje que Edgar Allan Poe. Escribió decenas de cuentos, muchos de ellos clásicos, reunidos en libros como Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), La gallina degollada (1926) y Más allá (1935). El horror, el fantástico e incluso la ciencia-ficción están presentes con frecuencia en sus relatos. “El lobisón” (1906) es una rareza que nunca fue incluida por Quiroga en sus libros.
Una noche en que no teníamos sueño,
salimos afuera y nos sentamos. El triste silencio del campo plateado por la
luna se hizo al fin tan cargante que dejamos de hablar, mirando vagamente a
todos lados. De pronto Elisa volvió la cabeza.
—¿Tiene
miedo? —le preguntamos.
—¡Miedo!
¿De qué?
—¡Tendría
que ver! —se rió Casacuberta—. A menos...
Esta
vez todos sentimos ruido. Dingo, uno de los perros que dormían, se había
levantado sobre las patas delanteras, con un gruñido sordo. Miraba inmóvil, las
orejas paradas.
—Es
en el ombú —dijo el dueño de casa, siguiendo la mirada del animal. La sombra
negra del árbol, a treinta metros, nos impedía ver nada. Dingo se tranquilizó.
—Estos
animales son locos —replicó Casacuberta—, tienen particular odio a las
sombras...
Por
segunda vez el gruñido sonó, pero entonces fue doble. Los perros se levantaron
de un salto, tendieron el hocico, y se lanzaron hacia el ombú, con pequeños
gemidos de premura y esperanza. Enseguida sentimos las sacudidas de la lucha.
Las
muchachas dieron un grito, las polleras en la mano, prontas para correr.
—Debe
ser un zorro: ¡por favor, no es nada! ¡toca, toca! —animó Casacuberta a sus
perros. Y conmigo y Vivas corrió al campo de batalla. Al llegar, un animal
salió a escape, seguido de los perros.
—¡Es
un chancho de casa! —gritó aquél riéndose. Yo también me reí. Pero Vivas sacó
rápidamente el revólver, y cuando el animal pasó delante de él, lo mató de un
tiro.
Con
razón esta vez, los gritos femeninos fueron tales, que tuvimos necesidad de
gritar a nuestro turno explicándoles lo que había pasado. En el primer momento
Vivas se disculpó calurosamente con Casacuberta, muy contrariado por no haberse
podido dominar. Cuando el grupo se rehizo, ávido de curiosidad, nos contó lo
que sigue. Como no recuerdo las palabras justas, la forma es indudablemente
algo distinta.
—Ante
todo —comenzó— confieso que desde el primer gruñido de Dingo preví lo que iba a
pasar. No dije nada, porque era una idea estúpida. Por eso cuando lo vi salir
corriendo, una coincidencia terrible me tentó y no fui dueño de mí. He aquí el
motivo.
Pasé,
hace tiempo, marzo y abril en una estancia del Uruguay, al norte. Mis correrías
por el monte familiarizándome con algunos peones, no obstante la obligada
prevención a mi facha urbana. Supe así un día que uno de los peones, alto,
amarillo y flaco, era lobisón. Ustedes tal vez no lo sepan: en el Uruguay se
llamaba así a un individuo que de noche se transforma en perro o cualquier
bestia terrible, con ideas de muerte.
De
vuelta a la estancia fui al encuentro de Gabino, el peón aludido. Le hice el
cuento y se rió. Comentamos con mil bromas el cargo que pesaba sobre él. Me
pareció bastante más inteligente que sus compañeros. Desde entonces éstos
desconfiaron de mi inocente temeridad. Uno de ellos me lo hizo notar, con su
sonrisita compasiva de campero:
—Tenga cuidao, patrón...
Durante
varios días lo fastidié con bromas al terrible huésped que tenían. Gabino se
reía cuando lo saludaba de lejos con algún gesto demostrativo.
En
la estancia, situado exactamente como éste, había un ombú. Una noche me despertó
la atroz gritería de los perros. Miré desde la puerta y los sentí en la sombra
del árbol destrozando rabiosamente a un enemigo común. Fui y no hallé nada. Los
perros volvieron con el pelo erizado.
Al
día siguiente los peones confirmaron mis recuerdos de muchacho: cuando los
perros pelean a alguna cosa en el aire, es porque el lobisón invisible está
ahí.
Bromeé
con Gabino.
—¡Cuidado!
Si los bull-terriers lo pescan, no va a ser nada agradable.
—¡Cierto!
—me respondió en igual tono—. Voy a tener que fijarme.
El
tímido sujeto me había cobrado cariño sin enojarse remotamente por mis
zonceras. Él mismo a veces abordaba el tema para oírme hablar y reírse hasta
las lágrimas.
Un
mes después me invitó a su casamiento; la novia vivía en el puesto de la
estancia lindera. Aunque no ignoraban allá la fama de Gabino, no creían, sobre
todo ella.
—No
cree —me dijo maliciosamente. Ya lejos, volvió la cabeza y se rió conmigo.
El
día indicado marché; ningún peón quiso ir. Tuve en el puesto el inesperado
encuentro de los dueños de la estancia, o mejor dicho, de la madre y sus dos
hijas, a quienes conocía. Como el padre de la novia era hombre de toda
confianza, habían decidido ir, divirtiéndose con la escapatoria. Les conté la
terrible aventura que corría la novia con tal marido.
—¡Verdad!
¡La va a comer, mamá! ¡La va a comer! —rompieron las muchachas.
—¡Qué
lindo! ¡Va a pelear con los perros! ¡Los va a comer a todos! —palmoteaban
alegremente.
En
ese tono ya, proseguimos forzando la broma hasta tal punto que, cuando los
novios se retiraron del baile, nos quedamos en silencio, esperando. Fui a decir
algo, pero las muchachas se llevaron el dedo a la boca.
Y
de pronto un alarido de terror salió del fondo del patio. Las muchachas
lanzaron un grito, mirándome espantadas. Los peones oyeron también y la
guitarra cesó. Sentí una llamarada de locura, como una fatalidad que hubiera
estado jugando conmigo mucho tiempo. Otro alarido de terror llegó, y el pelo se
me erizó hasta la raíz. Dije no sé qué a las mujeres despavoridas y me
precipité locamente. Los peones corrían ya. Otro grito de agonía nos sacudió, e
hicimos saltar la puerta de un empujón; sobre el catre, a los pies de la pobre
muchacha desmayada, un chancho enorme gruñía. Al vernos saltó al suelo, firme
en las patas, con el pelo erizado y los bellos retraídos. Miró rápidamente a
todos y al fin fijó los ojos en mí con una expresión de profunda rabia y
rencor. Durante cinco segundos me quemó con su odio. Precipitóse enseguida
sobre el grupo, disparando al campo. Los perros lo siguieron mucho tiempo.
Éste
es el episodio; claro es que ante todo está la hipótesis de que Gabino hubiera
salido por cualquier motivo, entrando en su lugar el chancho. Es posible. Pero
les aseguro que la cosa fue fuerte, sobre todo con la desaparición para siempre
de Gabino.
Este
recuerdo me turbó por completo hace un rato, sobre todo por una coincidencia
ridícula que ustedes habrán notado; a pesar de las terribles mordidas de los
perros —y contra toda su costumbre— el animal de esta noche no gruñó ni gritó
una sola vez.
Publicado originalmente en Caras y Caretas, el 14 de julio de 1906.
Quiroga fue uno de los escritores de cuentos más potentes en nuestro paìs (uruguayo de origen). Tremendos sus cuentos de "El más allá" o los "Cuentos de amor, de locura y de muerte". Su vida estuvo signada por la muerte, vale la pena de ser leída. Este relato, si bien es cierto que no lo incluyó en sus libros, sí figura luego en recopilaciones posteriores como "Cuentos tomo IV", de la editorial uruguaya Arca, 1968 , (que se dedicó en varios tomos a la obra inédita en libros de HQ) o el volumen II de los cuentos recogidos por la editorial Losada (CABA 2003)
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